La indignación
generalizada frente a la corrupción en Brasil y en el mundo entero está dando
paso a la resignación y a la indiferencia, pues la impunidad está tan extendida
que la mayoría de la gente desconfía de que haya solución.
Sobre este
hecho la teología tiene algo que decir. Ella sostiene que la condición humana
actual se encuentra desgarrada y decadente (infralapsárica se dice en el
dialecto teológico) a consecuencia de un acto de corrupción. Según la narración
bíblica, la serpiente corrompió a la mujer, la mujer corrompió al hombre y
ambos nos dejaron un legado de corrupciones sobre corrupciones hasta el punto
de que el mismo Dios “se arrepintió de haber creado al ser humano en la Tierra”
como nos recuerda el texto del Génesis (6,6). Somos hijos e hijas de una
corrupción originaria.
En los
espacios cristianos se alegaba que todo mal se deriva de esta corrupción
originaria, llamada pecado original. Pero esta expresión se ha vuelto extraña a
los oídos modernos. Son pocos los que se refieren a ella.
Aún así, me
atrevo a rescatarla, pues contiene una verdad innegable, confirmada por la
reflexión filosófica de Sartre e incluso por el rigorismo filosófico de Kant,
según el cual «el ser humano es un leño tan torcido que no se pueden sacar de
él tablones rectos».
Es importante
hacer notar que es un término creado por la teología. No se encuentra como tal
en la Biblia. Fue san Agustín en diálogo epistolar con san Jerónimo quien lo
inventó. Con la expresión “pecado original” no pretendía hablar del pasado. Lo
“original” no tenía que ver con los orígenes primeros de la historia humana.
San Agustín quería hablar del presente: la situación actual del ser humano, en
su nivel más profundo, es perversa y está marcada por una distorsión que llega
hasta los orígenes de su existencia (de ahí, “original”). Hace su filología de
la palabra “corrupto”: es tener un corazón (cor) roto (ruptus, de rompere).
Somos
portadores, por lo tanto, de una ruptura interna que equivale a una laceración
del corazón. En palabras modernas: somos dia-bólicos y sim-bólicos, sapientes y
dementes, capaces de amor y de odio.
Esta es la
actual condition humaine. Pero por curiosidad, preguntaba san Agustín, ¿cuándo
comenzó? Él mismo responde: desde que conocemos al ser humano: desde los
“orígenes” (de aquí el segundo sentido de “original”). Pero no da importancia a
esa pregunta. Lo importante es saber que aquí y ahora somos seres corruptos,
corruptibles y corruptores. Y que creemos en alguien, Cristo, que nos puede
liberar de esta situación.
¿Pero dónde se
manifiesta más visiblemente este estado de corrupción? Quien nos responde es el
famoso y católico Lord Acton (1843-1902): en los portadores de poder.
Enfáticamente afirma: «mi dogma es la general maldad de los hombres de poder;
son los que más se corrompen». Y hace una afirmación siempre repetida: «el
poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». ¿Por qué,
exactamente, el poder? Porque es uno de los arquetipos más poderosos y
tentadores de la psique humana; nos proporciona el sentimiento de omnipotencia
y de ser un pequeño «dios». Hobbes en su Leviatán (1651) nos lo confirma:
«Señalo como tendencia general de todos los hombres un perpetuo e inquieto
deseo de poder y más poder que solamente cesa con la muerte. La razón de esto
reside en el hecho de que no se puede asegurar el poder sino buscando más poder
todavía».
Ese poder se
materializa en el dinero. Por eso las corrupciones que estamos presenciando
envuelven siempre dinero y más dinero. Hay un dicho en Ghana: «la boca ríe pero
el dinero ríe mejor». El corrupto cree en esta ilusión.
Hasta hoy no
hemos encontrado cura para esta herida interior. Sólo podemos disminuirle la
sangría. Creo que, en último término, vale el método bíblico: desenmascarar al
corrupto, dejándolo desnudo delante de su corrupción, y la pura y simple
expulsión del paraíso, es decir, sacar al corruptor y al corrompido de la
sociedad y meterlos en la cárcel.
Leonardo Boff - http://www.servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=501
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