La caridad sociopolítica es la forma de caridad más estructural. Va a las causas, no sólo a los efectos. Cuida la Vida. Transforma la Historia. Hace Reino.
En esta hora kairós de mundialización y de madurez de conciencia, que es, simultáneamente, una hora nefasta de nuevas prepotencias, de macrodictaduras, de fundamentalismos y de radicalizaciones, se nos impone, como un don y como una conquista, el diálogo, interpersonal, intercultural, ecuménico y macroecuménico.
Un diálogo de pensamientos, de palabras y de
corazones.
No la mera tolerancia, que se parece demasiado
a la guerra fría, sino la convivencia cálida, la acogida, la complementariedad.
Esos procesos de cambio, que son sueño y
misión, reclaman de todos nosotros y nosotras, cristianos o no, una fuerte
espiritualidad, una mística de vida. Cada cual la vivirá según la respectiva
fe, pero sin esa espiritualidad no se hace camino.
Pensando en ello, y a raíz del retiro
espiritual que celebramos cada año, el equipo pastoral de la Prelatura, a
orillas del Araguaia, en aquel cerro acogedor de Santa Terezinha, yo resumía
así esa espiritualidad, tan nueva y tan antigua, como espiritualidad de:
1. Contemplación confiada
Abriéndose más gratuitamente al Dios Abbá, que es, por autodefinición suprema, misericordia, amor.
Una contemplación, más necesaria que nunca en
estos tiempos de eficiencias inmediatas y de visibilidades.
Confiada, digo, porque tengo la impresión de que
vuelve –o quizás nunca se fue- la religión del miedo, del castigo, de la
prosperidad o del fracaso, según como uno se las haya con Dios. Nos falta,
pues, confianza filial, infancia evangélica, la descontraída libertad de los
pequeños del Reino.
2. Coherencia testimoniante.
Ya se ha repetido hasta la saciedad que vivimos
en la civilización de la imagen; que el mundo quiere «ver».
El testimonio fue siempre una especie de
definición del ser cristiano: “seréis mis testigos”, decía Él por toda
recomendación, por todo testamento.
Y ese testimonio, hoy más que nunca, cuando
todo se ve y todo se sabe, ha de ser coherente, sin fisuras, en la vida
personal y en la gestión estructural de la Iglesia.
Veracidad y transparencia pide el mundo, tan
sometido a la mentira y a la corrupción.
3. Convivencia fraterno-sororal
A eso se reduce el mandamiento nuevo. Este es
el mayor desafío, y el más cotidiano para las personas, para las comunidades,
para los pueblos.
Convivir, no coexistir apenas; convivir
cariñosamente en fraternura y sororidad; no sólo en tolerancia mutua. Ayudar a
hacer agradable la vida.
Ser sal de la tierra debe de significar eso
también…
4. Acogida gratuita y servicial.
Capacidad de encuentro y de diaconía. No
solamente bajarse del burro y atender al caído cuando por casualidad uno se lo
encuentra a la orilla del camino, sino hacerse encontradizo.
Acoger a veces sólo con una palabra o una
sonrisa, pero acoger siempre, gratuitamente. Hacer de todos los ministerios y
de todas las profesiones aquel servicio desinteresado y generoso que nos
proponía el Señor que no vino a ser servido sino a servir.
5. Compromiso profético
Sigue siendo la hora y quizá más que nunca de
comprometerse proféticamente contra el dios neoliberal de la muerte y la
exclusión y a favor del Dios del Reino de la Vida y de la Liberación.
Hacer de la profecía una especie de hábito
connatural -fruto específico del bautismo para los cristianos y cristianas- de
denuncia, de anuncio, de consolación.
6. Esperanza pascual
Después de “la muerte de Dios” y “la muerte de
la Humanidad”, en esa posmodernidad fácilmente sin sentido y ya en el “final de
la historia”, parece que la esperanza no tiene mucho que hacer. ¡Hoy más que
nunca se impone la esperanza! Ella es la virtud de los “después de”. “Contra
toda esperanza” (productivista, consumista, inmediatista, pasiva), esperamos.
Debemos proclamar humildemente, pero sin complejos nuestra esperanza pascual y escatológica. Y debemos hacerla creíble aquí y ahora. Porque esperamos, actuamos. El tiempo y la historia son el espacio sacramental de la esperanza...
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