8 de febrero de 2020

Hombres Imprescindibles

"Mi padre, que murió en 1948 a los 90 años, era lombardo, de Samonaco, un pueblito cerca del Lago de Como, próximo al límite con Suiza. Llegó al país hace casi un siglo, cuando tenía 6 años, con mi abuelo, que tenía 30 o 35. Llegaron a Buenos Aires en un barco de vela...

y aquí tomaron la "galera", que en 15 días los llevó al Tandil, que era una especie de fortín, con muchos criollos e indios, algunos militares y muy pocos extranjeros. Todo era pampa, con hacienda sin dueño. Imagínese a esos dos italianos, ¡qué sabían de enlazar y bolear!...

Hicieron un corral, encerraron algunas vacas y fueron los primeros lecheros de Tandil. Todos los días mi padre iba al pueblo y llevaba 6 o 7 litros de leche, que repartía a los pocos que tomaban leche en ese entonces, porque la mayor parte solo comía carne y tomaba vino...

Cuando mi padre tenía 9 años, un buen día se sublevaron los criollos, dirigidos por un curandero llamado Tata-Dios, y decidieron matar a los extranjeros. ¡Y los mataron a casi todos! Mi abuelo vivía un poco alejado del pueblo; alguien le avisó, y con mi padre se fue a las sierras...

Después de este episodio, mi abuelo decidió volver a Italia, y allí se quedó. Pero mi padre, al cumplir 16 años, volvió solo a la Argentina. Empezó a trabajar como peón en la construcción de los ferrocarriles, ganando un peso por día...

Con los centavos que pudo ahorrar, compró un campito en Pergamino, la ciudad donde yo nací. Poco a poco, tuvo vacas, fue sembrando trigo, y de todo... Allí nacimos todos. Mi padre nos despertaba a las cinco diciendo: "Está por salir el sol."

Ordeñábamos las vacas, hacíamos otros trabajos, y aún nos alcanzaba el tiempo para llegar antes que nadie a la escuela. Por supuesto, a las ocho de la noche ya habíamos cenado y estábamos en la cama. Ésta era nuestra vida. Toda mi infancia la pasé así. Una maravillosa infancia...

En mi casa se hacía todo. Todo. No se compraba nada. Se hacía pan, teníamos leche, queso, manteca, verduras, vinos de nuestra viña. En la casona, con piezas inmensas, la despensa estaba siempre repleta. En invierno se carneaban los cerdos y se hacían jamones, chorizos, salames...

Era una vida muy sana. Cuando terminé sexto grado, vine a un colegio salesiano de Buenos Aires. Concluí el bachillerato en 1918, y en 1919 ingresé en la Facultad de Medicina. Mi padre me mandaba algunos pesos; no muchos...

Fue él quien quiso que estudiáramos. Yo quería quedarme en el campo, pero él me dijo: "No, no tenés que ser como yo. ¡El que estudia siempre tiene más posibilidades!"

Arturo Umberto Illia

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