Hace algún tiempo, contemplando los objetos que me rodean me sorprendí al comprobar cuántos de ellos no habían llegado a conocer a algunos seres queridos, ausentes desde no hace mucho tiempo.
Mientras sobre esto
reflexionaba, llegó a mis manos un texto de Javier Marías en el que expone
ideas similares. Recordando a un escritor amigo desaparecido, señala la
dificultad que siempre existe en “imaginarse a las personas con la edad que no
llegaron a alcanzar; todas quedan fijadas en la de su terminación. Pero no es
sólo la edad, y quizás una de las razones por las que hoy tenemos menos
presentes a los muertos, o convivimos menos con ellos que en cualquier otra
época conocida, es por la aceleración del tiempo, o por la sensación de que
todo se aleja pronto”.
Esa velocidad vertiginosa que hoy caracteriza a nuestras
vidas hace que nos parezcan muy lejanos acontecimientos que, en realidad, no lo
son. Eso nos impulsa, como dice Marías, “a relegar más de la cuenta a los que
ya no están. El mundo cambia a tal velocidad que cualquiera que de él se apee
es convertido en pasado con más celeridad que nunca; quiero decir, en pasado
remoto”. Por eso, son cada vez menos las vivencias que compartimos con los
ausentes, con quienes, aunque eran nuestros contemporáneos, parecen haber
dejado de serlo. ¡Es que desde que se fueron, casi ayer, ha sucedido tanto!
Estas reflexiones del escritor español son el eco de una honda reflexión sobre el proceso de las nostalgias, imposible de reproducir aquí, incluida en su novela Veneno y sombra y adiós, con la que cierra su trilogía Tu rostro mañana.
Estas reflexiones del escritor español son el eco de una honda reflexión sobre el proceso de las nostalgias, imposible de reproducir aquí, incluida en su novela Veneno y sombra y adiós, con la que cierra su trilogía Tu rostro mañana.
Dice en un párrafo: “A nuestro muerto más querido no podemos evitar mirarlo un poco de arriba abajo, más al cabo del más tiempo que va haciéndolo más caduco, no sólo con pena sino con lástima, sabedores de que no se ha enterado –oh, fue un iluso– de cuanto sucedió tras su marcha, mientras que nosotros sí estamos al tanto… no vio ni oyó nada. Murió en el engaño, como todo el mundo, sin saber nunca lo bastante”.
En realidad,
mirando en derredor tomamos conciencia de todo lo que en el futuro no veremos
en un mundo que seguirá cambiando cada vez más rápido. Participamos en un
relato cuyo desarrollo quedará irremediablemente trunco para nosotros y cuyo
final tampoco conoceremos. Pero eso ya lo dijo magistralmente Borges en el
párrafo con que se abre El Aleph: “La candente mañana de febrero en que Beatriz
Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo
instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro
de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios;
el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se
apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”.
Al igual que
nuestros seres queridos, también moriremos en el engaño, sin saber lo bastante.
En cada momento comprobamos que en el minuto anterior no sabíamos lo que habría
de suceder. Ese es el misterio y la condena de nuestro destino de visitantes
furtivos de este “incesante y vasto universo” que cambia a un ritmo cada vez
más acelerado. En esencia, la justificación de vivir tal vez sea contribuir con
esperanzada resignación a un devenir cuyo sentido nos es por completo incierto.
por Guillermo Jaim
Etcheverry
publicado en LNR del 27 de abril de 2008
publicado en LNR del 27 de abril de 2008
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