29 de julio de 2013

San Benito....

... Comentario al Prólogo por Joan Chittister, OSB
“Escucha, hijo, los preceptos del Maestro e inclina el oído de tu corazón; recibe con gusto el consejo de un padre piadoso, y cúmplelo verdaderamente. Así volverás por el trabajo de la obediencia a Aquel de quien te habías alejado por la desidia de la desobediencia. Mi palabra se dirige ahora a ti, quienquiera que seas, que renuncias a tus propias voluntades y tomas las preclaras y fortísimas armas de la obediencia para militar por Cristo Señor, verdadero Rey”. Regla de San Benito, del Prólogo.


Escucha, hijo, los preceptos del Maestro
La vida es maestra de verdades universales. Ésa puede ser la razón de que las lecturas religiosas de tantas naciones hablen de las mismas situaciones y se aferren a las mismas intuiciones. La Regla de Benito es también una obra de la literatura sapiencial que examina temas vitales. Aborda la respuesta a las grandes cuestiones de la condición humana: la presencia de Dios, el fundamento de las relaciones, la naturaleza del desarrollo personal, el papel de la intención ... Para los sabios, según se ve, la vida no es una serie de acontecimientos que hay que controlar, sino un modo de atravesar el universo íntegro y santo.

El primer párrafo de la Regla de Benito sitúa instantáneamente ante nosotros el fundamento de la capacidad de hacerlo.

Benito dice: «Escucha». Presta atención a las instrucciones de esta regla y atiende a las cosas importantes de la vida. No dejes pasar nada sin abrirte a ser alimentado por el significado interno de ese acontecimiento vital. Un proverbio oriental dice: «Si no vivimos la vida conscientemente, puede que no estemos viviendo en absoluto».

El Prólogo nos pide que hagamos eso mismo. Si queremos tener una vida espiritual, tendremos que concentrarnos en hacerlo. La espiritualidad no llega respirando, sino escuchando esta regla y sus intuiciones sobre la vida «con el oído del corazón», con el sentimiento, con más que un interés académico.

Una parte de la espiritualidad es, pues, aprender a ser consciente de lo que ocurre a nuestro alrededor y permitimos sentir sus efectos. Si vivimos en un entorno de afán de lucro colectivo o de violencia personal, no podremos crecer espiritualmente hasta que nos permitamos reconocerlo. La otra parte de la espiritualidad, como el Prólogo deja bastante claro, es aprender a oír lo que Dios quiere en una situación determinada y estar presto a «recibir con gusto el consejo... y cumplirlo verdaderamente». Ver el afán de lucro o sentir la violencia sin preguntar qué espera el Evangelio en tal situación no es espiritualidad, sino, en el mejor de los casos, mera piedad.

Quizá lo más importante de todo sea la insistencia del Prólogo en que la regla no está escrita por un tirano espiritual que nos intimida o nos golpea en su falsa pretensión de hacernos crecer, sino por alguien que nos ama y que, si se lo permitimos, nos llevará a la plenitud de vida. Es un anuncio de profunda importancia. Nadie crece simplemente haciendo lo que otro le fuerza a hacer. Comenzamos a crecer cuando, finalmente, queremos hacerlo. Todos los padres rígidos, madres exigentes y maestros críticos del mundo no pueden compensar nuestra decisión personal de ser lo que podemos haciendo lo que debemos.

En este primer párrafo de la regla, Benito expone la importancia de no permitirnos ser nuestro propio guía, nuestro propio dios. La obediencia -dice Benito-, la disposición a escuchar la voz de Dios en la vida, es lo que nos arrancará de nuestro limitado panorama. Somos llamados a algo que está fuera de nosotros, es mayor que nosotros y va más allá de nosotros mismos. Y necesitaremos que alguien nos muestre el camino: Cristo, un modelo espiritual amoroso, esta regla ...
Cristo, un modelo espiritual amoroso, esta regla ...

Ante todo, pídele con una oración muy constante que lleve a su término toda obra buena que comiences, para que Aquel que se dignó contarnos en el número de sus hijos no tenga nunca que entristecerse por nuestras malas acciones. En todo tiempo, pues, debemos obedecerle con los bienes suyos que Él depositó en nosotros, de tal modo que nunca, como padre airado, desherede a sus hijos, ni como señor temible, irritado por nuestras maldades, entregue a la pena eterna, como a pésimos siervos, a los que no quisieron seguirle a la gloria.


La persona que ora por la presencia de Dios está ya, irónicamente, en presencia de Dios. La persona que busca a Dios ya le ha encontrado en alguna medida. «Se dignó contamos en el número de sus hijos», nos recuerda la regla. Benito lo sabe y, evidentemente, quiere que nosotros también lo sepamos. Una vida tediosa y rutinaria seguirá siendo tediosa y rutinaria por mucho empeño que pongamos en desarrollarnos espiritualmente. La mucha asistencia a la iglesia no cambiará nada. Lo que la atención a la vida espiritual cambia es nuestra apreciación de la presencia de Dios en nuestra vida tediosa y rutinaria. Llegamos a caer en la cuenta de que no es que encontremos a Dios, sino que Dios, finalmente, capta nuestra atención. La vida espiritual es una gracia con la que debemos cooperar, no un premio que alcanzar ni un trofeo que ganar.

Pero, como la regla da a entender, nos ha sido dada una gracia que es volátil. Sentirla e ignorarla, recibirla pero rechazarla, como el párrafo sugiere, supone encontrarse en una situación peor que si nunca hubiésemos prestado ninguna atención en absoluto a la vida espiritual. Por desdeñar los excelentes dones de Dios -dice Benito-, por negarnos a utilizar los recursos que tenemos en la construcción del reino de Dios, por comenzar lo que no tenemos intención de completar, el precio es alto. Somos desheredados; perdemos lo que es nuestro si lo queremos; perdemos la oportunidad de la vida a la que estamos destinados. Somos tratados, no como hijos del amo que saben instintivamente que están destinados a entrar en niveles de relación nuevos y más profundos, sino como ayuda pagada en la casa, como personas que parecen ser parte de la familia, pero nunca obtienen sus auténticos beneficios ni conocen su verdadera naturaleza. Al no responder a Dios allí donde está a nuestro alrededor, podemos perder el poder de Dios que hay en nosotros.

Estas palabras no eran metáforas vacías en la Italia del siglo VI. Ser miembro de una familia romana, la familia cuyas estructuras conocía Benito, era estar bajo el poder religioso, económico y disciplinario del padre hasta que el padre moría, fuera cual fuese la edad de los hijos. Ser desheredado por el padre era quedar desamparado en una cultura en la que el empleo pagado era menospreciado. Ser castigado por el padre era perder la seguridad de la familia, al margen de la cual no había seguridad en absoluto. Perder la relación con el padre era, pues, literalmente, perder la vida.

 ¿Y quién no ha conocido la autenticidad de ello?; ¿a quién no le han fallado, menos Dios, todas las cosas a las que se ha aferrado -dinero, status, seguridad, trabajo, personas- y quién no se ha visto defraudado? ¿Qué vida no se ha visto afectada por una serie de esperanzas decepcionadas -las raíces de las cuales se hundían en un piélago de falsas promesas y tesoros vacuos- que no podía satisfacer? Benito nos pida aquí que caigamos en la cuenta de que Dios es la única tabla de salvación que la vida nos garantiza. Hemos sido amados y llamados a la vida por Dios, y ahora debemos amarle en correspondencia con toda nuestra vida o vivir para siempre una muerte en vida.

1 comentario :

Marian dijo...

Gracias hermano, muy ungida y muy provechosa para el alma la entrada.
¡Gracias! Unidos en oración.