El actor
francés Gérard Depardieu participó hace años en un ciclo de lecturas de San
Agustín, en la catedral de Nôtre-Dame de París, declamando durante 50 minutos
algunos fragmentos del libro de las Confesiones seleccionados por el escritor
André Mandouze. En la siguiente entrevista, publicada por el diario «La Croix»,
Depardieu explica el origen y el sentido de esta iniciativa.
- Todo comenzó en Roma, durante
el Jubileo del 2000. Quise ir en peregrinación porque siempre he admirado mucho
a Juan Pablo II. Me colocaron entre los cardenales y me presentaron al Santo
Padre. Él me miró y exclamó en dirección a los cardenales que le rodeaban:
«¡Agustín! ¡Tenéis que hablarle de Agustín!» El cardenal Poupard quería que
hiciese una película, pero le objeté que no conocía nada de la obra de San
Agustín.
Me aconsejó que comenzara con las
Confesiones. La lectura no me resultó fácil al inicio, pero las palabras de
Agustín me cautivaron. Su reflexión me pareció sublime y me remitió a mí mismo,
a mi itinerario personal. Entre los 15 y los 17 años no sabía explicarme, no
era capaz de hablar a causa de una hiperemotividad patológica. Sólo gracias a
las palabras de los demás, de los escritores, logré sosegarme.
Cuando leí a San Agustín rechacé
la idea de la película, porque la imagen ata. Mientras que las palabras de
Agustín y lo que dejan entender nos ofrecen toda su verdadera dimensión. Me he
atado a ese libro, hasta el punto de que me sigue atrayendo con fuerza a pesar
de que lo leo todos los días. He estado acudiendo durante veinte años a un
psicoanalista. Pues los libros X y XI de las Confesiones (¡un pozo de
referencias para los psicoanalistas!) ofrecen respuestas a nuestras preguntas
más íntimas y calman nuestros interrogantes más dolorosos.
«Le escuché enseguida» - Usted ha
escuchado la voz de San Agustín. ¿A qué se parece?
- ¡La escuché enseguida! Parece
la poesía de un hombre que no sabe decir lo que le pasa. Esa búsqueda me toca
de lleno porque me remite a mi misma fragilidad y a lo que he vivido en los
momentos cruciales de mi existencia.
Percibí instintivamente la
irradiación, la luz y una cierta verdad de San Agustín a la vez que hicieron
nacer en mí las ganas de buscar la forma de compartirlas con los demás en algún
momento. Me imaginé un lugar donde la gente se recoge: iglesia, templo,
mezquita, sinagoga.
Manuscritos de Las Confesiones |
Allí encender cuatro velas que se
consuman en 45 minutos – Moliére calculaba la duración de sus comedias conforme
a la duración de las velas-, colocarme sin montaje alguno, simplemente anunciando
en la puerta de la iglesia una lectura.
Me encontré con el presidente
Bouteflika en Argelia en el 2001, en pleno recrudecimiento del fundamentalismo
musulmán y sólo hablamos de San Agustín. Le dije que tenía necesidad de una
guía, y él me aconsejó que hablara con André Mandouze que, por casualidad,
estaba en Argelia en aquel mismo momento.
Estaba impresionado, pero perdido en los libros de San Agustín. Pocos días después de nuestro encuentro, André me ofreció lo que buscaba: la historia de Agustín, su vida anterior, su conversión, el éxtasis. Me impresionó cómo San Agustín trataba a Dios de tú, el hecho de que se enfrentara directamente con Él. Quise comenzar desde esa cólera para acabar con el éxtasis. André llegó en el momento justo para indicarme el camino.
Estaba impresionado, pero perdido en los libros de San Agustín. Pocos días después de nuestro encuentro, André me ofreció lo que buscaba: la historia de Agustín, su vida anterior, su conversión, el éxtasis. Me impresionó cómo San Agustín trataba a Dios de tú, el hecho de que se enfrentara directamente con Él. Quise comenzar desde esa cólera para acabar con el éxtasis. André llegó en el momento justo para indicarme el camino.
- ¡Desde luego! Dejé la escuela a
los 13 años, y la catequesis incluso antes de la Primera Comunión, porque el
Padre Lefévre, que era mi director espiritual, me encontraba demasiado
turbulento.
En realidad yo era un apasionado
de la vida. Goloso. Vivo. Tenía el deseo retorcido en el cuerpo de conocer
todo, de entender todo. Por aquella época, en los años 50, los hijos de los
pobres no se mezclaban con los de los ricos. Mi padre, hojalatero aunque llegó
a ser gregario del Tour de Francia, era analfabeto, y mi madre tuvo muchos
hijos.
Yo era una hierba que crecía
salvaje, siempre animada por las ganas de hacer el bien. Era católico, no
practicante, y siempre tenía en mí la presencia del misterio. Sin conocer nada,
incluso sin saberlo, tenía la fe, pues la fe es, precisamente, las ganas de
vivir, de vivir y de captar todo. Pero mis padres pusieron coto a mis ganas. La
vida se ha encargado de atenderlas. He tenido que buscar mis guías.
Y encontré dos: Jean Giono y su
Canto del mundo. Y al final de mi adolescencia, cuando dejé Chateauroux,
llevaba a mano en el bolsillo las Relatos de un peregino ruso. Siempre tenía en
lo más profundo de mí mismo la súplica «¡Señor Jesús, ten piedad de mí!».
Suspiraba con ella, y me quitaba todos mis temores. Estaba cargado de
espiritualidad sin saberlo.
Fuente: Religión en libertad- Ago 8, 2011.-
Les comparto los links para ver una miniserie sobre la vida se san Agustín que me gustó mucho.
VER PELÍCULA 1 PARTE: http://www.gloria.tv/?media=318085
VER PELÍCULA 2 PARTE: http://www.gloria.tv/?media=318079
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