Benedicto XVI
revive la conversión de san Agustín
Quinta y
última intervención en la audiencia general dedicada al obispo de Hipona
Con el
encuentro de hoy quisiera concluir la presentación de la figura de san Agustín.
Tras detenernos en su vida, en sus obras, y en algunos aspectos de su pensamiento,
hoy quisiera volver a recordar su experiencia interior, que hizo de él uno de
los más grandes convertidos de la historia cristiana. A esta experiencia
dediqué en particular mi reflexión durante la peregrinación que hice a Pavía,
el año pasado, para venerar los restos mortales de este padre de la Iglesia. De
este modo quise expresar el homenaje de toda la Iglesia católica, y al mismo
tiempo hacer visible mi personal devoción y reconocimiento por una figura a la
que me siento sumamente unido por la importancia que ha tenido en mi vida de
teólogo, de sacerdote y de pastor.
Todavía hoy es
posible recorrer las vivencias de san Agustín gracias sobre todo a «Las
Confesiones», escritas para alabanza de Dios, que constituyen el origen de una
de las formas literarias más específicas de Occidente, la autobiografía, es
decir la expresión personal del conocimiento de sí mismo. Pues bien, quien
quiera que se acerque a este extraordinario y fascinante libro, todavía hoy
sumamente leído, se da cuenta fácilmente de que la conversión de Agustín no fue
repentina ni tuvo lugar plenamente desde el inicio, sino que puede ser definida
más bien como un auténtico camino, que sigue siendo un modelo para cada uno de
nosotros.
Este
itinerario culminó ciertamente con la conversión y después con el bautismo,
pero no se concluyó con aquella Vigilia pascual del año 387, cuando en Milán el
profesor de retórica africano fue bautizado por el obispo Ambrosio. El camino
de conversión de Agustín continuó humildemente hasta el final de su vida,
hasta el punto de que se puede verdaderamente decir que sus diferentes etapas
--se pueden distinguir fácilmente tres-- son una única y gran conversión.
La primera
conversión
San Agustín
fue un buscador apasionado de la verdad: lo fue desde el inicio y después
durante toda su vida. La primera etapa en su camino de conversión se realizó
precisamente en el acercamiento progresivo al cristianismo. En realidad, él
había recibido de la madre Mónica, con la que siempre estuvo muy unido, una
educación cristiana y, a pesar de que había vivido en los años de juventud una
vida desordenada, siempre sintió una profunda atracción por Cristo, habiendo
bebido el amor por el nombre del Señor con la leche materna, como él mismo
subraya (Cf. «Las Confesiones», III, 4, 8).
Pero la
filosofía, sobre todo la de orientación platónica, también había contribuido a
acercarle a Cristo, manifestándole la existencia del Logos, la razón creadora.
Los libros de los filósofos le indicaban que existe la razón, de la que procede
todo el mundo, pero no le decían cómo alcanzar este Logos, que parecía tan
alejado.
Sólo la lectura de las cartas de san Pablo, en la fe la Iglesia
católica, le reveló plenamente la verdad. Esta experiencia fue sintetizada por
Agustín en una de las páginas más famosas de «Las Confesiones»: cuenta que, en
el tormento de sus reflexiones, retirado en un jardín, escuchó de repente una
voz infantil que repetía una cantinela, nunca antes escuchada: «tolle, lege, tolle,
lege», «toma, lee, toma, lee» (VIII, 12,29).
Entonces se acordó de la
conversión de Antonio, padre del monaquismo, y con atención volvió a tomar un
códice de san Pablo que poco antes tenía entre manos: lo abrió y la mirada se
fijó en el pasaje de la carta a los Romanos en el que el apóstol exhorta a
abandonar las obras de la carne y a revestirse de Cristo (13, 13-14).
Había
comprendido que esa palabra, en aquel momento, se dirigía personalmente a él,
procedía de Dios a través del apóstol y le indicaba qué es lo que tenía que
hacer en ese momento.
De este modo sintió cómo se despejaban las tinieblas de
la duda y se era liberado para entregarse totalmente a Cristo: «Habías
convertido a ti mi ser», comenta («Las Confesiones», VIII, 12,30). Esta fue la
primera y decisiva conversión.
El profesor de
retórica africano llegó a esta etapa fundamental en su largo camino gracias a
su pasión por el hombre y por la verdad, pasión que le llevó a buscar a Dios,
grande e inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender que Dios no estaba tan
alejado como parecía.
Se había hecho cercano a nosotros, convirtiéndose en uno
de nosotros. En este sentido, la fe en Cristo llevó a cumplimiento la larga
búsqueda de Agustín en el camino de la verdad. Sólo un Dios que se ha hecho
«tocable», uno de nosotros, era en último término un Dios al que se podía
rezar, por el que se podía vivir y con el que se podía vivir.
La segunda
conversión
Es un camino
que hay que recorrer con valentía y al mismo tiempo con humildad, abiertos a
una purificación permanente, algo que cada uno de nosotros siempre necesita.
Pero el camino de Agustín no había concluido con aquella Vigilia pascual del
año 387, como hemos dicho. Al regresar a África, fundó un pequeño monasterio y
se retiró en él, junto a unos pocos amigos, para dedicarse a la vida
contemplativa y de estudio. Este era el sueño de su vida.
Ahora estaba llamado
a vivir totalmente para la verdad, con la verdad, en la amistad de Cristo, que
es la verdad. Un hermoso sueño que duró tres años, hasta que, a pesar suyo, fue
consagrado sacerdote en Hipona y destinado a servir a los fieles.
Ciertamente
siguió viviendo con Cristo y por Cristo, pero al servicio de todos. Esto era
muy difícil para él, pero comprendió desde el inicio que sólo viviendo para los
demás, y no simplemente para su contemplación privada, podía realmente vivir
con Cristo y por Cristo.
De este modo,
renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación, Agustín aprendió, a
veces con dificultad, a poner a disposición el fruto de su inteligencia para
beneficio de los demás. Aprendió
a comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir así para ella en aquella ciudad
que se convirtió en la suya, desempeñando sin cansarse una generosa actividad,
que describe con estas palabras en uno de sus bellísimos sermones: «Predicar
continuamente, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es
un ingente cargo y un gran peso, un enorme cansancio» («Sermón» 339, 4).
Pero
él cargó con este peso, comprendiendo que precisamente de este modo podía estar
más cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en comprender que se llega
a los demás con sencillez y humildad.
La tercera
conversión
Pero hay una
última etapa en el camino de Agustín, una tercera conversión: es la que le
llevó cada día de su vida a pedir perdón a Dios. Al inicio, había pensado que
una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los sacramentos, en la
celebración de la Eucaristía, llegaría a la vida propuesta por el Sermón de la
Montaña: la perfección donada en el bautismo y recon-firmada por la Eucaristía.
En la última
parte de su vida comprendió que lo que había dicho en sus primeras
predicaciones sobre el Sermón de la Montaña --es decir, que nosotros, como
cristianos, vivimos ahora este ideal permanentemente-- estaba equivocado.
Sólo
el mismo Cristo realiza verdadera y completamente el Sermón de la Montaña.
Nosotros tenemos siempre necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los
pies, y de ser renovados por Él. Tenemos necesidad de conversión permanente.
Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en
camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la
vida eterna. Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras
día.
Esta actitud
de humildad profunda ante el único Señor Jesús le introdujo en la experiencia
de una humildad también intelectual. Agustín, que es una de las figuras más
grandes en la historia del pensamiento, quiso en los últimos años de su vida
someter a un lúcido examen crítico sus numerosísimas obras. Surgieron así las
«Retractationes» («revisiones»), que de este modo introducen su pensamiento
teológico, verdaderamente grande, en la fe humilde y santa de aquella a la que
llama simplemente con el nombre de Catholica, es decir, la Iglesia. «He
comprendido --escribe precisamente en este originalísimo libro (I, 19, 1-3)--
que sólo uno es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la
Montaña sólo son realizadas totalmente por uno solo: en Jesucristo mismo. Toda
la Iglesia, por el contrario, todos nosotros, incluidos los apóstoles, tenemos
que rezar cada día: "perdona nuestras ofensas así como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden"».
Convertido a
Cristo, que es verdad y amor, Agustín le siguió durante toda la vida y se
convirtió en un modelo para todo ser humano, para todos nosotros en la búsqueda
de Dios. Por este motivo quise concluir mi peregrinación a Pavía volviendo a
entregar espiritualmente a la Iglesia y al mundo, ante la tumba de este grande
enamorado de Dios, mi primera encíclica, Deus caritas est. Ésta, de hecho,
tiene una gran deuda, sobre todo en su primera parte, con el pensamiento de
san Agustín.
También hoy,
como en su época, la humanidad tiene necesidad de conocer y sobre todo de vivir
esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única
respuesta a las inquietudes del corazón humano. Un corazón en el que vive la
esperanza --quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de nuestros
contemporáneos--, para nosotros los cristianos abre ya hoy al futuro, hasta el
punto de que san Pablo escribió que «en esperanza fuimos salvados» (Romanos, 8,
24). A la esperanza he querido dedicar mi segunda encíclica, Spe salvi, que
también ha contraído una gran deuda con Agustín y su encuentro con Dios.
Un escrito
sumamente hermoso de Agustín define la oración como expresión del deseo y
afirma que Dios responde ensanchando hacia él nuestro corazón.
Por nuestra
parte, tenemos que purificar nuestros deseos y nuestras esperanzas para acoger
la dulzura de Dios (Cf. San Agustín, «In Ioannis», 4, 6). Sólo ésta nos salva,
abriéndonos además a los demás. Recemos, por tanto, para que en nuestra vida se
nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran convertido, encontrando
como él en todo momento de nuestra vida al Señor Jesús, el único que nos salva,
que nos purifica y nos da la verdadera alegría, la verdadera vida.
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 27 febrero 2008
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 27 febrero 2008
2 comentarios :
Gracias, por este bello compartir,la he copiado, gracias, y perdone.
Querida amiga es todo tuyo y gracias por el compartir
Publicar un comentario