El 5 de febrero es el vigésimo aniversario de la entrada de Pedro Arrupe en el desfile de los santos, que decía el P. Llanos.
En vez de un Kyrie gregoriano, me apetece más entonar con Armstrong un gospel song de clarinete: “Oh, when the saints, go marching in…!” (Ej. n. 139).
Arrupe no necesita ponerse en la cola de la taquilla de administración de milagros y beatificaciones.
Para entrar en esa procesión, tenía hecha ya la reserva, con nota de puño y letra de Jesús en japonés:¡Irasshai!, ¡Bienvenido! Bienvenido por ponerte del lado de los empobrecidos e injusticiados, vivir la compasión en un mundo inmisericorde, animar a Sobrino bajando a crucificados de sus cruces, construir la paz y pasarlo mal por promover la liberación y la justicia.
Bienvenido, Pedro, por vivir trajinando con las redes del Reino, para pescar a mujeres y hombres para la Vida…
Los novicios que hicieron el mes de Ejercicios en Hiroshima, en 1942, dirigidos por Arrupe, recuerdan las raíces de su estilo de formación en la meditación ignaciana del Reino: “Con Jesús, para su Proyecto y por su Camino, que nos meterá en el lío de construir la paz y padecer por la justicia”.
A Arrupe le dijeron que era utópico optar por las utopías. Pero la suya era la utopía del Reino, que no pasa de moda.
Hoy, cinco de febrero, se cumplen veinte años de su Extinción (como dirían los budistas), veinte años desde el cese de su vida biológica para retornar a la Fuente de la Vida. Había pasado diez años de testimonio en el silencio de la última enfermedad, después de su defenestración por quienes habían olvidado una palabra clave del evangelio según Marcos: “Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las dominan, y que sus grandes les imponen su autoridad. No ha de ser así entre vosotros” (Mc 10, 43).
Comentaba hace unos días, en la reunión interreligiosa del Instituto de la paz, el papel de Juan XXIII en la Iglesia y de Pedro Arrupe en la Compañía.
A mis colegas budistas, que admiran el giro del Vaticano II en la Iglesia católica y se plantean en el interior de sus respectivas corrientes y confesionalidades el problema de la reforma y la tradición, les interesó la presentación de las propuestas de Arrupe en los años 70 sobre liberación, inculturación e interreligiosidad, cuando todavía no era habitual ni siquiera el uso de estas palabras.
Pero me preguntaban si es cierto que la iglesia católica padece hoy una crisis de “involución y marcha atrás”.
No quise hacer apologética y preferí reconocer que lo tenemos difícil. Pero, aprovechando el vigésimo aniversario de Arrupe, manifesté que su vida, pensamiento y espiritualidad me animan y me sirven de antídoto contra las patologías que sufre hoy mi propia iglesia, a causa de síndromes de desilusión y desencanto.
Desilusión, por parte de quienes se empeñan en renegar de la reforma de Juan XXIII y el Vaticano II, para añorar retornos a un pasado de iglesia prepotente. Desencanto, por parte de quienes vivieron el empeño por esa reforma y hoy padecen su crucifixión por obra y gracia de la restauración que detenta el poder en las alturas de Curias romanas y diocesanas.
El estilo de Arrupe sería buen tónico para desintoxicar la desilusión o el desencanto, tanto de quienes viven pendientes de restaurar un pasado como de quienes sienten desgastarse sus energías en el pugilato contra la restauración.
El estilo de Arrupe, de inspiración evangélica, no era ni “contra”, ni “anti”, ni “des-” , ni “re-”.
Ni reacción, ni restauración, ni desilusión, ni desencanto, ni escudo anti-misiles, ni contra-ataque. Fueron un pensamiento y liderazgo “pro-vocadores”, suscitadores de creatividad y futuridad. Una espiritualidad de la Promesa, que infunde esperanza.
El optimismo esperanzado de Arrupe no era ingenuo.
Estaba “pasado por cruz”. Pero no la cruz que exaltan aquellas espiritualidades doloristas que se detienen con morbo en autoatormentarse con la excusa del “siervo de Yavé” o la “expiación”.
No, sino “otra teología de otra cruz”.
La teología de la resurrección que habla por poca del crucificado diciendo: “No te quedes mirándome en cruz y llorando, sube aquí a mi lado, mira cómo se ve el mundo desde la altura de una cruz que es resurrección, y baja desde ahí a la tarea de descrucificar crucificados. Esta es la teología que nos proclaman desde el desfile de los santos, los Romero, Ellacuría, las Teresa Kim y Teresa de Calcuta, Juana Inés, Arrupe y… centenares y centenares más (que no están todos y todas los que son, ni son todos y todas los que están).
Juan Masiá SJ, desde Tokyo
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