21 de febrero de 2010

Primer domingo de cuaresma

Lectura orante del Evangelio: Lucas 4,1-13

“No hay rostro más fascinante y más libre que el de quien permanece o ha permanecido a solas en su trato de amistad con el Misterio” (Angel Moreno).

El Espíritu lo fue llevando (a Jesús) por el desierto. El desierto, además de ser un lugar, es una experiencia fuerte en la vida. El desierto es silencio que limpia de lo inútil, tiempo de soledad que va más allá de toda máscara. El desierto es posibilidad de verdad en el encuentro con los propios límites, con la fragilidad y la falta de fuerzas para el camino. Ir al desierto por propia iniciativa es imprudente. Adentrarse en las latitudes solitarias por curiosidad es arriesgado. Solo se puede ir al desierto empujado por el Espíritu. Ven, Espíritu Santo. Guíame en esta hora de mi vida.

Mientras era tentado por el diablo. El desierto y la tentación van juntos. La tentación no es pecado; puede llevarnos a la tristeza, que es fuente de infidelidad, pero puede guiarnos a la alegría de la fe, que es manantial inagotable de entrega. Tentados por el diablo y, a la vez, mendigos de la mirada compasiva de Dios sobre nosotros. Posibilidad de confesar al único Dios o de irnos tras tres halagos –tener, poder, placer-, que son símbolo de todas las idolatrías que desplazan a Dios. Cuando se obedece a la voz del Espíritu, la tentación se convierte en victoria. ¿Quién habita mi corazón: las tinieblas o la luz, la verdad o la mentira? ¿Me habita tu ternura, Señor?

Está escrito: ‘No solo de pan vive el hombre’. Las Palabras luminosas, guardadas en el corazón en los tiempos de soledad orante, son un tesoro de confianza que acalla las voces del Diablo, que llevan al abismo. Más allá de lo que tenemos, somos; de esta profundidad brota un sentimiento de anchura y libertad que no se deja atar por la idolatría del tener. Que nadie me engañe, Señor. Sólo Tú me haces vivir.

Está escrito: ‘Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto’. Frente a las propuestas halagadoras de la tentación, viene la Palabra, que vence la nada y crea el ser. Y surge la experiencia de la adoración, que es el supremo gesto de amor gratuito; nace en el silencio del corazón como música callada y soledad sonora. Y se abre paso la mirada de la Madre, como beso que serena. Te adoro, mi Dios. Solo Tú colmas mi corazón.

Está mandado: ‘No tentarás al Señor tu Dios’. La Palabra es la identidad del creyente. Su lectura lleva comida sólida a la boca, la meditación la mastica y rumia, la oración prueba su gusto y la contemplación es la dulzura misma. Con la Palabra en los labios y en el corazón, la prepotencia se convierte en libertad, las excusas evasivas en transparencia de vida, la dureza del pecado en barro humedecido, el egoísmo en manos solidarias, la existencia errática en camino de alegría. Tú eres mi Dios.

CIPE – Febrero 2010


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