18 de febrero de 2010

Contemplativos en la liberación II

Contemplativos «en la liberación»

Ello significa varias cosas.

Significa en primer lugar que contemplamos la realidad desde la perspectiva de la Liberación Mayor que descubre la fe, la perspectiva del Reino. La realidad sobre la que hacemos nuestra experiencia espiritual, mirada a la luz de la fe y desde la opción por los pobres (desde los «pequeñitos»), la miramos a la luz del gran proceso de la Liberación, el proceso mismo del Reino que enmarca los particulares procesos históricos de nuestros pueblos y de cada una de nuestras personas.

Significa que nuestra contemplación se da en medio de un proceso de liberación: con sus agita­ciones, sus condicionamientos, sus riesgos, limitaciones y posibilidades. No se da de hecho fuera del mundo, en las nubes, en un Olimpo celestial, en la pura intimidad, en la abstrac­ción, en la neutralidad política, en la contemplación puramente intelectual

Significa que dentro de la realidad global nosotros enfocamos especialmente la realidad de la Liberación, es decir, los procesos liberadores de nuestros pueblos, sus luchas por construir el Mundo Nuevo, liberado.

Significa también que contemplamos la realidad de liberación no desde fuera, sino desde dentro, «en la liberación», en la liberación misma, involucrados en ella, participando en sus lu­chas, asumiendo sus Causas. Contemplamos en la liberación, realizándola también, «liberando» y liberándonos.


Contemplamos liberando. Y contemplando también aportamos a la Liberación.

«Contemplativos»: qué vemos, qué contemplamos

Antiguamente se decía que el «objeto» de la contemplación eran las «cosas divinas», la misma «gloria eterna futura» ya presente anticipadamente en el alma por la Gracia. Estas «cosas divinas», tal como las describen las diferentes escuelas clásicas de ascética y mís­tica, están de hecho muy alejadas de la realidad de este mundo. Más aún, con frecuencia se observa en esas escuelas una especie de competencia o rivalidad entre la atención dedicada a las «cosas divinas» y la dedicada a las «cosas del mundo».

Sin negar lo que haya de intuición correcta en lo que los grandes místicos y teólogos querían decir con esas expresiones, nosotros, aquí y ahora, en esta «hora» histórica tan peculiar de nuestro Continente ‑y en cualquier hora y lugar, si se quiere superar el dualismo y la desencarnación‑, con toda la carga de experiencias que hemos acumulado, realizamos nuestra experiencia de Dios desde unos planteamientos y unas categorías diversos.

Para nosotros, las «cosas divinas» objeto de la contemplación mística no pueden ser otras que «estas cosas» que el Padre ha revelado a «los pequeñitos» (Lc 10, 21-24). Son «las cosas del Reino»: su avance, sus obstáculos, su anuncio, su construcción, la comunicación de la Buena Noticia que libera a los pobres, la acción del Espíritu que excita los anhelos de libertad y subleva a los pobres hacia su dignidad de hijos y de hermanos, la deseada llegada del Reino.

Son ciertamente «cosas divinas», pero no por referencia a un Dios cualquiera, sino en referencia al Dios-del-Reino, al Dios que tiene un proyecto sobre la Historia y nos ha llamado a contemplarlo realizándolo. Es decir, son las «cosas divinas» del Dios de Jesús.

Con los mártires, los testigos, los militantes de todo el Continente comprometidos radicalmente hasta la muerte por «estas cosas», por la Causa del Reino, nosotros testimoniamos nuestra experiencia de Dios cuando decimos que sentimos estar colaborando con el Señor_

  • en la creación inacabada, tratando de continuarla y perfeccionarla.
  • en la cosmogénesis, biogénesis, noogénesis, cristogénesis.
  • en la construcción del proyecto histórico de Dios sobre el mundo, la utopía de su Reino.
  • en tareas liberadoras de la opresión, plenamente humanizantes, redentoras de la huma­nidad, constructoras del Mundo Nuevo, que completan lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1, 24).
  • en la prosecución de la Causa de Jesús.
  • en el cambio social.
  • en el discernimiento de los signos de los tiempos para encontrar las huellas del Reino que crece entre nosotros.

Con un lenguaje más teológico diríamos que el hecho de ser «contemplativos en la liberación» nos hace

  • experimentar a Dios en la realidad,
  • contemplar los avances de su Reino en nuestra historia,
  • «sentir» la trascendencia en la inmanencia,
  • descubrir la Historia de la Salvación en la Historia única,
  • discernir la Salvación escatológica construyéndose en la Historia,
  • captar la «geopolítica de Dios» tras la evolución de las coyunturas históricas.

Esta contemplación carga nuestra vida con un profundo sentido de responsabilidad, en cuanto que nos hace saber que está entretejida de responsabilidades divinas. Configuramos atómica pero realmente el mundo futuro. Sabemos que en nuestras luchas históricas, al hacer que el Reino avance, estamos gestando ya el Nuevo Mundo, estamos configurando concreta­mente el futuro absoluto que esperamos, el cielo.

Por eso, podemos amar este mundo, esta tierra, esta historia, porque no es para nosotros un simple escenario de cartón destinado al fuego una vez que en él concluya la representación del «gran teatro del mundo», ni es un material vano sobre el que realizar una prueba o un examen que una vez aprobado será premiado con una salvación que nada tendría que ver con nuestra realidad actual (heterosalvación).

Podemos amar esta tierra y esta trabajosa historia humana porque es el Cuerpo de Aquel que es y que era, que vino y que viene, al que seguimos esperando bajo los velos de la carne. Y porque en ella y en su inmanencia crece el Reino transcendente que llevamos entre manos.

Para nosotros no es indiferente el curso de la historia. Porque aunque en la fe sintamos como cierto el triunfo final, lo sabemos sometido históricamente al combate de sus enemigos, y estamos entregando la vida en la tarea de acelerarlo.

Amamos esta tierra y esta historia porque es para nosotros la única mediación posible de en­cuentro con el Señor y su Reino. El deseo de Dios y de su Reino no nos hacen apartarnos de este mundo, ni de los avatares históricos. Porque no tenemos otra forma de construir eternidad que en la historia. «La tierra es el único camino para ir al cielo». Nadie nos puede acusar de ser desertores, de evadirnos, de no comprometernos, de no amar locamente el triunfo de la Causa de la Persona Humana, la Causa de los pobres, que es la Causa de Jesús, que es la misma Causa de Dios.

Por eso sabemos que esto que estamos viviendo, nuestras luchas por el amor y por la paz, por la libertad y la justicia, por construir un mundo mejor y sin opresión, es decir, «los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos ex­celentes tanto de la naturaleza como de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el Reino eterno y universal, Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz. El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra. Cuando venga el Señor se consumará su perfección».

Sabemos que esto que contemplamos en la Liberación bajo el signo de la fugacidad y la debilidad, lo volveremos a encontrar. «Que toda la ruta es puerto y el tiempo es eternidad»

«La consumación que esperamos ya comenzó en Cristo, es impulsada por el Espíritu Santo y por él continúa. La plenitud de los tiempos ha llegado a nosotros (1 Cor 10,11) y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y se anticipa ya en este mundo. Pero mientras no terminen de llegar los nuevos cielos y la nueva tierra donde mora la justicia (2 Pe 3, 13), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (Rom 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (Fil 1, 23), en medio de este mundo que gime con dolores de parto en la esperanza de ser liberado del destino de muerte que pesa sobre él y aguardando la manifestación de la libertad y la gloria de los hijos de Dios (Rom 8, 19-22)».

Nos sentimos presentes (¡y muy presentes!) en la inmanencia y en la trascendencia, simultáneamente, y sin conflicto, aunque sí con una gran tensión en el corazón. Tenemos sentimientos encontrados en nuestro interior. Si por una parte amamos tan apasionadamente esta tierra y su historia, por otra nos sentimos peregrinos y forasteros (Heb 11, 13), ciudadanos del cielo (Fil 2, 30) y a la vez desterrados lejos del Señor (2 Cor 5, 6); llevamos en nosotros la imagen de este siglo que pasa (1 Cor 7, 31) y a la vez miramos las cosas sub especie aeternitatis; por la Patria Grande caminamos hacia la Patria Mayor (Heb 11, 14-16), corresucitados (Col 3, 1), sabiendo que todavía no se ha manifestado lo que seremos (1 Jn 3, 2; 2 Cor 5, 6).


Cuanto más encarnadamente históricos, más ansiosamente escatológicos nos sentimos.

Cuanto más buscamos la trascendencia, más la encontramos en la inmanencia. Porque el Reino de Dios no es otro mundo, sino este mismo, aunque «totalmente otro». Por eso seguimos gritando el grito más verdadero que se ha proclamado en este mundo: ¡Que venga tu Reino! (Lc 11, 2; Mt 6, 10). ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22, 20).

No contemplamos parajes celestiales, sino que tratamos de escuchar el grito de Dios en el grito de la realidad.

Tratamos de contemplarlo en la zarza ardiendo del proceso de Liberación, en el que escuchamos la Palabra que nos envía como a Moisés para liberar a nuestro pueblo. Tratamos de escucharlo obedientemente, con «ob‑audientia».

La contemplación de la liberación es siempre un llamado a un renovado compromiso con la realidad.

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