10 de octubre de 2009

Sumando al debate sobre "El Sacerdocio"

"Hombre de los hombres, hombres de Dios"

Es corriente que se nos señale, a los curas, que tenemos que ser "hombres de Dios". Y la frase de la sabiduría popular esconde una gran incógnita.

¿De qué Dios se trata? Porque como dice Juan "a Dios nadie lo ha visto jamás", lo que quiere decir que se pueden dar muchas maneras de sentir, imaginar, pensar a Dios y, entonces de "ser" de Dios.

Veamos. Si con este piadoso señalamiento, "de Dios", se quiere, por cariño y respeto, ponernos en el nivel de lo "sacro", como eso que siempre está lejos de las contingencias del mundo, de la historia, en un "más allá" inmaculado, entonces no es el Dios de Jesús.

Como si "sagrado" fuera un sinónimo dogmático de "lejanía". El Dios de Jesús es sinónimo de cercanía. Si se trata de ser hombres del Dios monarca, rey, extraño, inmutable, impasible, entonces, se nos aleja de la vida cotidiana, del sentir común de nuestro pueblo, se nos pone tan "arriba" que quedamos en lugares de privilegio, casi como en aquellos primeros puestos de los banquetes y los templos que denunciaba tan enérgicamente Jesús.

Si somos de "ese" Dios inaccesible, es muy difícil ser hermano de todos. Ese Dios hierático no nos deja ser "hermanos", de igual a igual con otros hombres y mujeres, nos hace ser superiores, mayores, mas grandes.

El Dios de Jesús es el que llega a todos, se abaja a sentir con nosotros. Si somos hombres de un Dios que toma distancia, que se pone lejos, que no quiere nuestro barro, entonces somos diferentes a todos y todas. Somos tan diferentes del común de los mortales que incluso todavía hoy algunos usan una "vestimenta sacerdotal", que marca la distancia y la diferencia. Obvio, no es aquella sola túnica y un par de sandalias, como los que Jesús exigía a sus seguidores.

Entonces, si se trata del Dios, al estilo de los emperadores, somos sus guardianes y custodios, solo trabajando por su honra y gloria, y, sí, pero como una tarea derivada, secundaria, de segundo orden, debemos llegarnos, tomar contacto, siempre guardando la recomendada distancia, a otros hombres y mujeres, por su "salvación". Y desde un lugar lejano, extraño, predilecto y lleno de privilegios, lo hacemos ejerciendo el poder sagrado.

Así, somos guardianes, mediadores y lugartenientes del Todopoderoso. Con el poder por antonomasia, el poder divino. Poder divino para enseñar lo verdadero, somos dueños de la verdad, somos un magisterio que no se discute. Poder divino para legislar para al rebaño lo que tienen que hacer, somos una autoridad que no se cuestiona. Poder divino para rescatar a los pecadores, somos los que administramos la gracia salvadora. También poder divino para castigar a los díscolos aunque de esto se hable menos.

¿Era así el Dios de Jesús y lo que Jesús quería para sus seguidores más cercanos? Nosotros, por el contrario, queremos ser "hombres de los hombres", lo que en realidad quiere expresar, que somos del Dios de Jesús, que se hizo carne en nuestra carne. No por antropocentrismo, simplemente por fidelidad al Espíritu que fecundaba toda existencia aleteando sobre las aguas originarias. Por fidelidad a "La Palabra" hecha carne.

Cuanto más "de los hombres", de igual a igual, más del Dios de Jesús, el Dios agua, luz, tierra, trigo, pan. En verdad, queremos ser servidores de la comunidad de hermanos y discípulos. Enviados para el anuncio del Reino y la liberación de todos los demonios. Los demonios de la prepotencia, de los dogmatismos, de los puritanos, de los que oprimen, de los que discriminan, de los que roban a la viudas, de los que crucifican a los pobres, de los que excluyen a los diferentes, de los que explotan a los que trabajan, de los que alienan y someten en nombre de Dios. T

area ciertamente pedagógica que se ejerce en la sencillez de los que son discípulos de aquel que no quería que a nadie llamen ni "Padre", ni "Doctor", ni "Maestro". Tarea pedagógica por excelencia para ayudar a caminar "en el Espíritu" alejando y exorcizando a todo mal espíritu que ande por allí aunque se llame "legión". Tarea pedagógica que se ejerce con tan sólo un par de sandalias pero con la energía de los pueden sacudirse el polvo de sus pies. Discípulos pero mayores de edad, no somos niños protegidos por mantos virginales ni padres autoritarios. Discípulos que hemos decidido prestar el servicio a la comunidad y a los que habitan en los desiertos, las cuevas de la exclusión y los cruces de los caminos. Servidores desde nuestra propia libertad y las urgencias de la historia, no por extraños rituales que "nos ordenan" y nos dejan extraños poderes sacrales en nuestras manos.

Consagrados, si, pero por nuestra encarnación en el dolor de los crucificados y en el gozo de los que luchan y resisten. Consagrados por la cercanía y no por un extraño ritual de separación y lejanía de la vida. Por todo esto, queda claro que no queremos ser "sacerdotes" de ningún templo fastuoso ni de ninguna religión prepotente. Como no lo fue Jesús, que se daba a sí mismo el insignificante título de "hijo del hombre".

Somos servidores, ministros. Queremos vivir el ministerio en el templo del mundo, en la religión de los que aman la vida, en el altar de los hogares que comparten el pan y en el sagrario de cada cuerpo humano, con piel y todo. Y ciertamente que también queremos, como uno de tantos, invitar, animar y compartir las fiestas del pueblo. Y así, la celebración, el culto, no es un extraño ritual mágico que nos sintoniza con lo divino, es expresión de la vida que nace, de la vida que aguanta, de la vida que no se rinde, de la vida que no se mide, de la vida que se comparte.

Y el culto será cultivar el sentido de fiesta del pueblo. Porque la fiesta es memoria, es actualización, es proyecto, es utopía, es derroche, es "darse permiso" para gozar. Este servicio de pedagogos, en la línea de los profetas, es el "carácter" que queremos imprimir a nuestra identidad. No hay muchas rendijas en el hoy de la Iglesia para vivir de esta manera el ministerio. Pero hay algunas. Y esas bastan para caminar y para continuar.

Nos alientan y nos sostenemos en otros y otras que andan por los mismos senderos, que aman, sienten y reflexionan en el corazón de nuestros pueblos. Mártires, teólogos, servidores, hombres y mujeres de nuestras comunidades y de nuestras historias personales, íntimas. Nos alienta la memoria tajante del Nazareno presente en los textos primitivos de aquellos primeros didactas, pedagogos de la Palabra y en la memoria de una historia de luces y sombras de la Iglesia institucional.

Nos alientan particularmente el Concilio Vaticano II, y todos los textos del magisterio que ahondan sus perspectivas, como también la riquísima Conferencia de Obispos Latinoamericanos de Medellín y todos los que son fieles a sus luces y han seguido por sus senderos. En este "aliento", suspiro del Espíritu, en una historia latinoamericana martirial, seguimos andando y queremos seguir, y, en este sentido, nos sentimos mucho mas cerca del "sacerdocio" de Enrique Angelelli, (ignorado absolutamente en todos los textos que se nos proponen para el año sacerdotal) que del santo cura de Ars.

Nicolás Alessio

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