Dice la segunda lectura de este Domingo de Ramos que Cristo, a pesar de su condición divina, se despojó de su rango y vivió como un hombre cualquiera hasta someterse incluso a la muerte. Es una lectura que habla de la encarnación, el primer y gran misterio de nuestra fe: Dios se hizo hombre, se encarnó. Ese misterio lo contemplamos en la Navidad.
Allí vemos al recién nacido. Es todo ternura, es pura carne. Nos invita al gozo. Por eso, las fiestas navideñas tienen esa tonalidad afectiva que tanto nos hace disfrutar de esos días. Pero la encarnación fue hasta el final. Dios se hizo hombre con todas las consecuencias. Y eso se ve de una manera privilegiada en el relato de estas últimas horas previas a su muerte.
La muerte de Jesús que vamos a recordar en esta Semana Santa culmina en la resurrección. Pero antes hay que pasar por la agonía y la muerte misma. No conviene quemar etapas. Para llegar a celebrar la Pascua de la nueva vida hay que vivir cada uno de los días de esta semana.
En estos días se hace más patente que nunca la dimensión total de su encarnación, su solidaridad hasta el final con esta historia hecha de buenas intenciones, miedos, algún resquemor, y tantas otras cosas que configuran la historia humana, la relación entre las personas. No hay que buscar culpables
No hay que buscar culpables para una muerte, la de Jesús, que no es más que el desenlace de una historia que se venía escribiendo desde el principio de su predicación. De entonces viene el enfrentamiento con las autoridades religiosas judías. Pero ni siquiera ellos son culpables.
Como casi todos, no intentaban más que sobrevivir en medio de una situación religiosa y política muy complicada. No convenía que nadie pusiese sobre la mesa la revolución. Se podían enfadar los romanos ocupantes y eso pondría en peligro el equilibrio precario en que había logrado situarse el pueblo judío. Era necesario contemporizar.
Los romanos, Pilatos, tampoco son culpables. Él no deseaba más que pasar sus años de gobernador con los mínimos problemas posibles. No deseaba una revolución. Condenar a muerte a una persona era un problema menor para él. Una revuelta popular le pondría en dificultades y quizá haría más difícil su ascenso futuro.
Los discípulos entienden muy poco. Casi nada. Parece mentira que hayan seguido a Jesús tanto tiempo y por tantos caminos. No comprenden sus palabras en la cena. Se duermen en el momento de la oración del huerto. Hacen un poco de ruido en el momento de la detención pero salen corriendo. El valiente Pedro negará conocer a Jesús.
Apenas unas mujeres quedarán siguiendo de lejos los acontecimientos (¿será casualidad que sean también mujeres los primeros testigos de la resurrección?).
Jesús se queda sólo. Como siempre. Como les ha pasado a todos los profetas y líderes cuando ha llegado el momento de la dificultad. Se queda sólo. Consigo mismo y con su fe en Dios. No hay nada en que apoyarse. Las autoridades judías no tienen inconveniente en inventar acusaciones que justifiquen la petición a Pilatos de que lo condene a muerte.
Los soldados se encuentran con un prisionero anónimo con el que divertirse. Los que pasan ante la cruz también se burlan de él. Jesús está sólo frente a la muerte, frente a su muerte. Una historia de confianza y fe
No es una historia nueva. Es la historia mil veces repetida a lo largo de los siglos. Antes y después de Jesús. Ahora, leyendo la Pasión, podemos decir que Dios verdaderamente se hizo hombre. Hasta el final. Hasta el fondo. Se hizo uno de nosotros. Pero en el camino no perdió la fe ni la confianza en su Padre. Fue una fe desnuda, sin apoyos, sin nada. Pero se mantuvo firme.
No hay nada más que decir. Jesús ha hecho su apuesta. Ha apostado por creer en su Padre, en su Abbá. Y eso que los que le condenaron lo hicieron precisamente en el nombre de Dios. Pero él no se ha dejado amedrentar. El salmo que Marcos pone en boca de Jesús en el momento de la cruz, es un salmo de confianza, pero de confianza desde la más absoluta soledad, desde el sentimiento más profundo de abandono. Ahí se hizo fuerte la confianza de Jesús.
No hacen falta más comentarios. Ya llegará el domingo de Pascua. Por ahora, tenemos que beber nosotros también el cáliz de la Pasión hasta el final. Y confiar y creer sin medida. A pesar de los pesares. Aunque nos sintamos solos. Y ser capaces, en esos momentos, de dar la mano a los que están a nuestro lado y compartir con ellos la fe, al esperanza y el amor.
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