8 de noviembre de 2008

Un Templo de Piedras Vivas

Domingo, 09 de Noviembre del 2008
La Dedicación
de la Basílica de Letrán


La Dedicación de la Basílica de Letrán que hoy celebramos nos pone frente a una realidad que es parte vital de nuestra Iglesia, de nuestra comunidad creyente. Es que nos reunimos para celebrar y el lugar donde nos reunimos ha terminado por tener una gran importancia para la vida de la comunidad. Nuestro Dios, el Dios de Jesús, no se encuentra sólo en el Templo. Como dice Jesús a la Samaritana en el Evangelio de Juan, “se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre... Se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y en verdad”.

Pero, en la práctica, el templo se nos ha convertido en un lugar especial para orar, para escuchar la Palabra, para celebrar la fe, para experimentar la presencia de Dios. Donde hay una comunidad cristiana, se erige un templo que es mucho más que una sala de reuniones.

Jesús, profeta en acción
Pero Jesús plantea en el Evangelio de hoy una exigencia radical. Es un profeta en acción que, armado de un azote de cordeles, expulsa a todos los que en el templo de Jerusalén se dedican a hacer negocio al grito de “”No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Aquella acción profética y aquellas palabras se dirigen hoy a nosotros. Ciertamente, no nos podemos sentir aludidos directamente. Nuestras iglesias no son centros comerciales (apenas unas pocas lamparillas, salvo algunas raras excepciones).

Pero hay otro tipo de compraventa en el que podemos caer. En nuestras iglesias, por pobres que sean, podemos caer en la tentación de intentar hacer negocio con Dios, de mercadear la salvación o el perdón de nuestros pecados, de ofrecer nuestros sacrificios y nuestras devociones como una forma de “comprar” a Dios la salvación que necesitamos, o la curación de una enfermedad, o la solución de un problema, o... tantas otras cosas que podemos utilizar como objeto de nuestras necesidades.

Entonces no vemos a Jesús que se vuelve a nosotros, armado con sus cordeles, y nos grita que estamos convirtiendo la casa de su Padre en un mercado. Y lo peor de todo, nos grita, es que somos tontos, porque estamos intentando comprar lo que es gratis, lo que se nos ofrece gratis como puro fruto del amor de Dios, que se ha manifestado a nosotros en su hijo Jesús. O quizá es que estemos tan acostumbrados a vivir en un mundo donde todo se compra y se vende, donde todo tiene un precio, que creemos que nuestra relación con Dios también se basa en el mismo principio del mercado.

El Templo cristiano, fuente de vida
La mejor imagen para el templo cristiano es la de la primera lectura. La iglesia es el lugar donde celebra la comunidad cristiana (el verdadero templo, como nos recuerda la segunda lectura) y de ella brotan ríos de agua viva que dan vida al mundo. Por donde pasen los cristianos que han celebrado su fe, van regalando (nunca vendiendo) vida y esperanza, solidaridad y cercanía afectuosa, a todos los que se encuentran a lo largo del camino de la vida. Es una vida que se da sin medida, sin límites.

A la iglesia no vamos a mercadear. La lamparilla o la vela que ponemos ante la imagen no es la moneda de cambio para que se nos conceda el favor que pedimos. Es, mucho más importante, el signo de nuestra fe de que en Dios, en nuestro Dios, encontramos a la fuerza y la gracia que nos animan a seguir luchando, a seguir comprometidos en favor del Reino, a amar a los que nos rodean, a entregarnos al servicio de los más pobres.

El Templo cristiano no es el edificio material. Ese edificio no vale nada, no pasará de ser un museo o un almacén, dependiendo de su nivel artístico, si no está animado por una comunidad de piedras vivas, de creyentes, que transformar el edificio material en un lugar lleno de vida, en un faro iluminador, en una fuente de esperanza. La comunidad cristiana, allá donde se reúna, es el verdadero templo, signo, de la presencia de Dios en nuestro mundo. Su testimonio hablará de la forma de ser de ese Dios, que siempre vela por el bien de sus hijos e hijas. No es una comunidad que abre sus puertas para acoger a todos sino una casa abierta por donde los que están dentro salen a la vida para convertir este mundo al Reino, para hacer de este mundo la casa de la familia de Dios, para acercarse a los necesitados y abrazarlos con el abrazo amoroso de Dios.

Fernando Torres Pérez

fernandotorresperez@earthlink.net

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