Tres tablas
pintadas estuvieron sepultadas por cinco siglos bajo el fango de un viejo
establo en Zvenigorod, Rusia, reposaron el largo sueño de una muerte hasta el
instante en que fueron halladas por alguien que no las buscaba. Nadie las
recordaba, nadie las extrañaba.
Las tablas maltrechas, descoloridas y sucias
por el ajetreo del implacable tiempo conservaron, a pesar de todo, siluetas
dibujadas por un gran pintor de íconos. La belleza sobrevive mil tormentos.
En el rostro
deslavado de uno de los tres retratos resucitados una mirada fulgurante aún
brillaba poderosa clavándose en quien la contemplase, mitigando con esa luz
manada desde una pincelada yerta la opacidad de la pátina de tierra que le
había protegido a través de los años como un terso velo.
El Salvador siglo XIV-XV |
Cinco siglos
atrás un piadoso y precavido cristiano escondió los íconos del Apóstol Pablo,
el Arcángel Miguel y de Cristo el Salvador de la furia destructora de las
hordas tártaro-mongolas bajo el piso de una humilde caballeriza de animales.
Metáfora fértil ésta de un Cristo que nace, muere y resucita siglos después
cobijado siempre entre mansas y fieles bestias.
De quien salvó
estas obras arriesgando su propia vida por ellas no sabemos nada, no sabemos si
al realizar tal sacrificio su motivación fue salvar unas pinturas de excelsa
calidad como legado para la posteridad, o quizás lo hizo pues su propósito fue
el de defender y conservar abiertos los portales que señalan y protegen el
camino que conduce a los hombres hacia la Gloria divina, caminos que yacen inmanentes
dentro de cada ícono.
Quién plasmó a
Cristo el Salvador sobre la tabla fue el maestro pintor de íconos ruso Andrei
Rublev.
Quién inspiró la imagen excelsa del Cristo que se encarna dentro de la
imagen es un misterio, un misterio que habita dentro de las almas de los
grandes pintores de íconos y que encarecidamente anhelan siempre acunar
manteniendo de ese modo la llama de esa inspiración perpetuamente encendida a
través de una vida piadosa y devota.
El Cristo de
Rublev fue pintado en una época de barbarie, degrado y ruindad humana.
Su
mirada compasiva parece aún observar con dolor el desastre que se extiende ante
sus ojos; el hermano asesina al hermano, la espada reina sobre la palabra, no
hay esperanza que devuelva la alegría a los corazones.
¿Cual Cristo es el que
contempla el mundo desde este cuadro? ¿El Cristo sufriente de la Pasión? ¿el
Cristo sabio de las prédicas y parábolas? ¿el Cristo insoportablemente hermoso
de la Transfiguración? ¿El temeroso de Getsemaní? ¿El contemplativo del camino
de Emaús? ¿El prístino e inaccesible que arropa la entera creación desde su
acosmismo hasta la Parusía?
El filósofo y
monje ruso Pavel Florenskij dice que los retratos pintados en los íconos
religiosos no sólo portan sobre sí la plasmación en óleo sobre tabla de un
rostro cuyo reflejo visible se ha suspendido en el tiempo durante un instante
para ser inmortalizado en posteridad. Estos rostros, severos o cándidos,
pintados por los retratistas poseen toda la fuerza de una vida que se resume en
un semblante y un gesto.
La imagen retratada es un segundo de una vida
detenida, una irrupción en el continuum del tiempo que, sin embargo, ambiciona
contraer toda una biografía en ese pequeño intervalo. Ese instante único fugado
de la marcha incesante de la historia se alza entronizándose como el todo de la
vida, pero es sólo eso, nada más que eso y todo eso, un relámpago en un océano
agitado que genera a ese mismo rayo que lo azota.
Dentro del retrato están
condensadas las experiencias existenciales que han colmado a la persona
conformando su personalidad y carácter.
¿Cual Cristo
es el Cristo Salvador de Rublev?
¿Cual Cristo es el que contempla el mundo desde este cuadro? |
El Cristo de
Rublev es el Cristo sufriente y temeroso, el Cristo insoportablemente hermoso
en su plena divinidad desplegada, el Cristo resucitado que vence a la muerte,
el contemplativo que dona su decir verdadero, el clemente que perdona y el
Mesías salvador que aguarda paciente en las puertas de la Redención.
Su rostro
posee la fuerza de su vida que se encarna en el ícono mientras abre sus ojos
que son ventana de su alma acogedora y hospitalaria.
Es todo hombre y es todo
Dios, una unidad plena y rica de los dos mundos, y aún más allá. Velados entre
las comisuras yacen silenciosos los discursos sabios que consuelan el alma,
entre los pliegues de la carne duermen sus sonrisas y sus lágrimas, en las
sombras tenues cobijadas en las protuberancias del rostro se posa su misterio,
manando desde la tersa piel fluye toda la majestad de su Gloria, y en el fondo
íntimo de la mirada despunta la Gracia que se dona misericordiosa al sufriente
como el abrazo del padre.
Lágar
Alexander Vilkas
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