10 de febrero de 2012

MONACATO Y VIDA RELIGIOSA.


Configurados con Cristo de una forma especial por su consagración, todos los religiosos reciben de Jesús mismo una misión en orden a hacerle presente hoy a Él de algún modo.
Así la vida religiosa en su totalidad tiene la misión de mostrar la mundo a lo largo de los siglos que Jesús, ya glorioso y sentado a la derecha del Padre, sigue vivo ayudando a los hombres y orando por ellos, tal y como hizo durante su existencia terrena.
Jesús sigue vivo en medio de su Iglesia, pero su presencia ya no es física y tangible entre nosotros; sin embargo es tan real como entonces y, además, universal en el más amplio sentido de la palabra.
El Espíritu sigue suscitando, a través del tiempo, hombres y mujeres que reproduzcan más visiblemente que los demás cristianos y mediante una vocación y misión especiales, los distintos aspectos de lo que Jesús hizo mientras vivió físicamente entre nosotros.
Así, unos son llamados a reproducir e imitar su celo apostólico por la extensión del Reino, otros nos muestran a Jesús haciendo el bien mediante las más variadas obras de misericordia; otros también hoy somos llamados a reproducir en la Iglesia y para el mundo aquella faceta del rostro de Cristo que lo muestra orando al Padre, sosteniendo una relación personal y personalizante con Él, y hablándole amorosamente de este mundo que había venido a salvar.
Es este dato de la relación que Jesús mantuvo siempre con su Padre, subrayado incontestablemente por los Evangelios, el que la Iglesia ha encomendado siempre a los monjes de una forma particular, para que así ella pueda seguir mostrando siempre al mundo su carácter genuinamente transcendente y divino.
Ella, la Esposa, no puede dejar de reflejar en su vida y misión aquél carácter primordial del Esposo por el que Él es, ante todo, "el Religioso del Padre", es decir, su más perfecto adorador (nunca mejor dicho) en espíritu y verdad
Cuando Jesús nos manifestó una unión definitiva entre Él y todo hombre, (muy especialmente con todo hombre que sufre: "Cuanto hiciste a uno de estos mis humildes hermanos...") no estableció sin embargo entre ambos una identificación absoluta, cosa que, por otro lado, tanto teológica como antropológicamente es insostenible.
Por ello la Presencia del Dios transcendente sigue siendo en la Iglesia el dato fundamental y fundante, y es esta Presencia Primordial la que Ella siempre debe expresar clara y visiblemente si quiere ser fiel a su propia esencia y si quiere seguir manifestando al mundo su más insobornable verdad.
La vida monástica presta, insertada de lleno en el Corazón de la Iglesia, un servicio insustituible a la misma cuando hace vida propia la proclamación de este Misterio. Si el mártir tiene el privilegio de proclamar con su muerte la total primacía de Dios sobre todo lo creado, el monje tiene la humilde obligación de proclamarlo con su vida: "La Iglesia os estima, la Iglesia os guarda, a vosotros que habéis tomado en medio de la humanidad la obligación de decir con toda vuestra vida que Dios existe y que debe ser hecho objeto de toda la atención del hombre: vuestra vida dice propiamente eso.
Vuestra vocación es por lo mismo tan hermosa en el concierto de alabanza que la Iglesia eleva a Dios y a Jesucristo, su Señor y Salvador, que si antes de ahora vuestra vida no existiera, Ella debería crearla, debería inventarla, debería andar a la búsqueda de alguno de sus hijos para decirle: ¿hay alguno que quiera...?
En estos momentos la Iglesia por nuestra voz os habla y reconoce el importantísimo deber que en ella desempeñáis. La Iglesia y yo mismo os lo agradecemos. Perseverad, continuad de un modo consciente en vuestra misión. Sed lo que sóis".
La Iglesia no es el fruto cumplido de un simple humanismo, por más depurado y elevado que se quiera. Por eso, si bien es verdad que "por la predicación del Evangelio de salvación es llamado el cristiano a seguir a Cristo y debe contribuir a la edificación de la ciudad terrestre (...), con esta misión, sin embargo, no se expresa todo el misterio de la Iglesia, ya que puesta al servicio de Dios y de los hombres, es al mismo tiempo, y principalmente, reunión de todos los redimidos que, por el Bautismo y los demás sacramentos, han pasado ya de este mundo al Padre.
Está, pues, ’entregada a la acción y dada a la contemplación’, en el sentido de que lo humano está ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación. Por lo tanto es bueno y conveniente que algunos fieles expresen esta nota contemplativa de la Iglesia con una vida de verdadero retiro en la soledad, adornados con este carisma del Espíritu, para ’vacar sólo a Dios en asidua oración y gozosa penitencia’ (Perfectae Caritatis, 7)".
El monje, pues, con su sola existencia manifiesta la mundo de una forma particularmente expresiva, esta nota (repetimos) esencial de la Iglesia, sin la cual la imagen que Ella ofrecería de sí misma sería no solamente pobre, sino del todo falsa.
Es por ello que el Magisterio siempre ha demostrado un profundo respeto y veneración por este estilo peculiar de consagración a Dios que el Espíritu hizo surgir, no casualmente, como primera forma de vida religiosa en la Iglesia y que a lo largo de los siglos hasta hoy, se ha mantenido como una presencia perenne e insustituible en su seno: "...existe una íntima conexión entre la ’contemplación’ y el compromiso en favor de la ’transformación’ del mundo.
Consciente de ello la Iglesia siempre ha atribuido una importancia especial a la función de las almas contemplativas que, en el recogimiento, en la oración y en el sacrificio escondido, entregan su vida a Dios por la salvación de sus hermanos.
Ojalá que, también hoy, sean numerosa las personas que tengan la generosidad necesaria para acoger la llamada de Dios y afrontar la aventura, a la vez exigente y fascinante, de la búsqueda exclusiva del diálogo con Aquel que es la fuente de toda existencia humana".

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