6 de julio de 2011

MI siervo fiel y perfecto amigo

San Claudio de la Colombière
Jesuita, Apóstol del Corazón de Jesús (1641-1682)

Por Andrés Molina Prieto, pbro.

San Claudio de la Colombière nació el 2 de febrero de 1641, fiesta de la Presentación del Señor, y fue el tercer hijo del matrimonio Bertrand de la Colombière y Margarita Coindat. Vio la luz en el pequeño pueblo francés de St. Symphrien d'Ozon, entonces diócesis de Lión aunque con dependencia civil de Viena del Delfinado, a donde el año 1650 se trasladó la familia. En esta fecha Claudio fue enviado al colegio lionés de Nuestra Señora del Socorro, regido por los padres jesuitas. Aunque había recibido una esmerada educación cristiana en el seno de su ejemplar familia a la que los Anales de la Visitación llamaban "familia de santos", el ritmo de su piedad se intensifica en el ambiente piadoso del gran Colegio de la Trinidad. Bajo la dirección de eminentes maestros de Humanidades y Retórica, sigue los cursos normales destacando por sus aptitudes y aprovechamiento.
Siente surgir, no sin repugnancia -como él confiesa- la vocación religiosa, y a los diecisiete años, en 1658, se decide a ingresar en la Compañía de Jesús, en Avignon, donde inicia el noviciado. Había vencido aquella "horrible aversión" ante la entrega total al Señor, convencido de que "los planes de Dios nunca se realizan sino a costa de grandes sacrificios". Hizo sus votos perpetuos el 20 de octubre de 1660, comenzando a cursar el tercer año de filosofía. Fallece este mismo año su buena madre, quien en el lecho de muerte le había profetizado: "Hijo mío, tú tienes que ser un santo religioso".
La ciudad de Avignon vive jornadas muy revueltas a consecuencia de las disensiones entre el Papa Inocencio XI -hoy Beato- y Luis XIV que manda invadirla. Pacificada la situación, Avignon celebra con la mayor solemnidad la canonización de san Francisco de Sales. Claudio, que había dado pruebas de un gran talento oratorio, tuvo participación muy destacada en el octavario, impresionando mucho a los oyentes.
"Yo te enviaré a mi siervo fiel y perfecto amigo"
En 1666 es destinado al colegio de Clermont, en París, próximo a la Sorbona. El ambiente religioso está muy caldeado por el recuerdo de san Vicente de Paúl, la recia obra de espiritualidad iniciada por Berulle y Olier, y el drama jansenista desarrollado ya con toda su fuerza en el convento de Port Royal, además del problema planteado por los errores quietistas de Molinos.
Desde 1670 a 1674 trabaja de nuevo en Lión como excelente maestro y director de la Congregación mariana. Era predicador en la ciudad y tuvo numerosas ocasiones de ejercitar su ministerio con abundantes frutos, dada la preparación extraordinaria de que gozaba. Sobreviene en esta época el gran giro espiritual de su vida, con motivo de hacer la tercera probación que daría los últimos retoques a una formación jesuítica muy sólida y completa. Después de emitir los votos solemnes, es destinado en 1675 como superior de la residencia y del colegio que funcionaban en Paray-le-Monial. El sobrenombre de monial, monacal, procedía de una famosa abadía cisterciense radicada en su ámbito. El P. La Colombière se siente estrechamente vinculado a Cristo y ha hecho de su profesión religiosa el punto de arranque de una generosidad total.
Cuando llega a Paray es ya famoso un monasterio de la Visitación de monjas salesas, llamado así por el fundador, san Francisco de Sales, quien en unión de santa Juana Francisca de Chantal puso en marcha la nueva Orden muy en auge. El monasterio se ha convertido en un poderoso foco de irradiación espiritual gracias a las revelaciones y apariciones del Sagrado Corazón de Jesús a una humilde religiosa llamada Margarita María de Alacoque, que se ve juzgada de maneras muy diversas y a quien se le achaca una enfermiza sensibilidad. Muchos piensan que podría tratarse de meras ilusiones y no de auténticas confidencias divinas.
¿Era el demonio produciendo falsos espejismos o era Dios el que actuaba? Margarita María se encuentra en extrema aflicción, mientras el Señor le dice: "Vive tranquila. Yo te enviaré a mi siervo fiel y perfecto amigo que te enseñará a conocerme y a abandonarte a Mí". Tal fue la misión del P. La Colombière en Paray-le-Monial. Desde el primer contacto en el locutorio del monasterio, la santa sabe que tiene delante a quien Dios le envía para dirigirla con seguridad y acierto en los planes providenciales que el Divino Corazón le había confiado. No faltaron críticas ni juicios desfavorables para la prudente actuación del virtuoso jesuita. Él todo lo padece en silencio, abandonado por completo a la amorosa providencia de Dios.
En la "tranquila actividad" de la vida divina
El campo de su actuación ministerial se ensancha: religiosas, sacerdotes, madres y padres de familia, jóvenes congregantes experimentan su influjo edificante. Cuando hoy leemos el Epistolario de san Claudio, quedamos sorprendidos de cómo pudo calar tan hondamente en las almas durante el corto período de año y medio que permaneció en la villa parediana.
A mediados de 1676 dejó Paray para dirigirse a Londres con una misión dificilísima. Se le solicita en la corte inglesa como capellán y predicador de la duquesa de York, católica y francesa, casada con el hermano del rey. Habitó en el palacio de Saint James, aunque jamás se acercó a la ventana para mirar al río Támesis, ni permitió encender fuego en su propia cámara. Su predicación convirtió la capilla del palacio en lugar de consuelo para los sufridos católicos ingleses. Eran sermones exquisitamente preparados que se han reeditado varias veces en Francia como obras religiosas de gran altura doctrinal y literaria.
Se entrega incansablemente a la dirección espiritual y al sacramento de la penitencia. Debido a las insidias de un sacerdote apóstata, se vio envuelto por calumniosas acusaciones en la conspiración amañada por Tito Oates. Bajo el pretexto de viles patrañas, fue detenido el 24 de noviembre de 1678 y conducido a la cárcel. La supuesta conspiración o complot papista -Popish Piot- inventado por Oates y azuzado por protestantes sectarios y ambiciosos, se cebó en el santo. Aunque nada se le puede probar en relación con la falsa conjuración, es devuelto a la cárcel. Allí comienzan a manifestarse los primeros vómitos de sangre.
Una piadosa intervención del rey Luis XIV le salva la vida. A mediados de 1679 puede regresar a Francia. Pocos meses después, tras un breve paréntesis como director espiritual de los filósofos jesuitas en Lión, se le destina de nuevo a Paray, después de dos años de ausencia. Su salud se muestra enormemente quebrantada; ya no puede vestirse por sí mismo. Santa Margarita contempla la ruina física de su admirable director y no se atreve a pedir por su salud "porque cada vez que lo hace, él empeora". Añade la visitandina: "Tal vez Dios lo permita así a fin de que tenga más tiempo para hablar a su gusto con el Corazón divino".
El sacrificio total de su vida no se demora mucho: se agrava de día en día. El 15 de febrero de 1682 expira santamente cuando acaba de cumplir los 41 años. Fue beatificado por el Papa Pío XI el 16 de junio de 1929, a los cuatro meses de la firma del Tratado de Letrán entre la Santa Sede y el gobierno italiano, que dio origen al Estado Vaticano. Juan Pablo II canonizó, en Roma, el 31 de mayo de 1992, a este gran apóstol del Corazón de Jesús.
TESTIMONIO ESPIRITUAL
En el retiro espiritual de 1674 había escrito este propósito programático: Dios mío, quiero hacerme santo entre Vos y yo. No extraña que santa Margarita confortara así, después de los funerales, a una persona que lloraba amargamente su pronta desaparición: Deje ya de afligirse. Invóquelo con toda confianza porque él puede socorrernos. Sabía muy bien la gran vidente y confidente del Divino Corazón que el P. Claudio de la Colombière era un alma elegida para difundir su culto en toda la Iglesia. Efectivamente, en una carta escrita por el santo desde la corte de Londres, en la que vivió, según su propio testimonio, "como si estuviera en un desierto", escribe estas palabras claramente reveladoras de su misión en el mensaje de Paray: El buen Dios quiere valerse de mis débiles servicios en la ejecución de este designio.
La misma santa Margarita atestigua cómo cumplió el P. La Colombière la tarea encomendada, y ofrece al mismo tiempo la clave para comprender el ritmo veloz de su prodigioso adelantamiento espiritual: "Se había consagrado enteramente al Corazón de Jesucristo y no suspiraba más que por hacerle amar, honrar y glorificar. Tengo para mí que esto fue lo que le elevó a tan alta perfección en tan poco tiempo".
El perfil espiritual del P. La Colombière emerge, nítido y arrollador, de sus Escritos, editados por el P. Igartua, uno de sus mejores biógrafos, a quien seguimos con preferencia. Es oportuno advertir que todas las obras del santo fueron publicadas después de su muerte. En 1684 aparecen en Lión sus Reflexiones cristianas y las Diez meditaciones sobre la Pasión, publicadas conjuntamente con los Sermones que en la edición de Charrier ocupan cuatro gruesos volúmenes.
En 1715 aparecen las Cartas espirituales que en la edición de Igartua suman 148. Vieron también la luz otros trabajos de índole humanística y literaria que no nos interesan aquí. Hoy, bajo el epígrafe de Escritos espirituales, se agrupan principalmente diversos apuntes autobiográficos, notas de retiros y oraciones llenas de suavísima unción.
Profundamente ignaciano
Su doctrina no es en modo alguno original ni aporta especiales elementos que pudieran caracterizar una nueva escuela espiritual. Ha asimilado sencilla y profundamente el pensamiento ignaciano y ha aprovechado muy bien la segura línea doctrinal de valiosos autores espirituales franceses. Acentúa con énfasis el cumplimiento de la voluntad divina, la mortificación de los sentidos, el abandono en manos de la Providencia, la fidelidad a la gracia, y de manera singular, según el encargo recibido del cielo, la devoción al Corazón de Cristo en un sentido total, es decir, como programa de vida cristiana capaz de las máximas ascensiones místicas.
San Claudio mantuvo en todo momento un interés grande por los escritos de los místicos y se familiarizó con su doctrina. Todo cuanto salió de su pluma nos revela a un hombre lleno sólo de Dios. Hace bastantes años tuve el consuelo de visitar su tumba en la pequeña iglesia de los jesuitas de Paray, y de contemplar la admirable estatua yacente y la urna de cristal con sus sagradas reliquias. Me produjo una imborrable impresión. Su testimonio espiritual está vinculado a una dulce oración contemplativa, a una humildad sincera que le hizo conocer toda su miseria, y sobre todo al perfecto olvido de sí mismo, punto central de su espiritualidad entrañablemente ignaciana y cristocéntrica.
Si reclama el olvido de sí mismo es porque vive convencido de que es el único camino por el cual se puede entrar en el Sagrado Corazón. En la carta 99 dirigida a santa Margarita trasluce del todo el interior de su alma y la visión de sí mismo. Es un texto antológico, lleno de útiles enseñanzas: "Desde que estoy enfermo no he sabido otra cosa sino que nos apegamos a nosotros mismos por muchos lazos imperceptibles, y que si Dios no pone la mano en ello, no los romperemos nunca. Ni siquiera los conoceremos. Sólo a Él pertenece santificarnos".
Destaca en el P. Claudio su amor a las Reglas de su Instituto, que le hace emitir un voto especial de fidelísima observancia. He aquí su pensamiento concentrado: Mis Reglas son mi tesoro. ¡Oh Santas Reglas! ¡Bienaventurada el alma que ha sabido poneros en su corazón y conocer cuán provechosas sois!
Intuyó la fuerza de la confianza en el amor de Dios.Donde más destaca su testimonio espiritual es cuando expone el misterio del Sagrado Corazón de Jesús y el modo perfecto de vivir consagrados a Él. Ya dijimos que fue elegido por la Providencia para esta celestial misión, y su vida es verdaderamente inseparable de la confidente de Paray-le-Monial. La Iglesia lo reconoce como el Apóstol del Sagrado Corazón de Jesús: su siervo fiel, perfecto amigo y amador eximio. Le quemaba el alma el fuego del amor de Cristo y por eso exclama como un lacerante lamento: "¡Que no pueda yo estar en todas partes, Dios mío, y publicar lo que Vos esperáis de vuestros servidores y amigos!". Vivió en y para la Eucaristía, en la que se apoya como el supremo resorte de su vida: Celebraré Misa todos los días. He aquí mi esperanza y mi único recurso. Poco podría Jesucristo si no pudiese sostenerme de un día para otro. A través del misterio eucarístico saboreado en el sufrimiento de su propia enfermedad, descubrió su vocación de víctima a favor de todas las almas e intuyó evangélicamente la fuerza de la confianza: "El secreto espiritual es abandonarse sin reserva, en cuanto al pasado y al porvenir, a la misericordia de Dios".
Es universalmente conocido el maravilloso Acto de confianza tomado de la peroración a un sermón sobre el amor y el abandono filial en Dios. Charnier lo recoge en el IV volumen de su obra. Citemos los párrafos finales: "Demasiado conozco que por mí soy frágil y mudable. Sé cuanto pueden las tentaciones contra las virtudes más robustas. He visto caer las estrellas del cielo y las columnas del firmamento, pero nada de eso logra acobardarme. Mientras yo espere estoy a salvo de toda desgracia, y de que esperaré siempre estoy cierto, porque espero también esta esperanza invariable. En fin, para mí es seguro que nunca será demasiado lo que espere de Ti y que nunca tendré menos de lo que hubiere esperado. Por tanto espero que me sostendrás firme en los riesgos más eminentes, me defenderás en medio de los ataques más furiosos, y harás que mi flaqueza triunfe de los más espantosos enemigos. Espero que Tú me amarás a mí siempre y que te amaré a Ti sin intermisión, y para llegar de un solo vuelo con la esperanza hasta donde puede llegarse, espero a Ti mismo, de Ti mismo, oh Creador mío, para el tiempo y para la eternidad. Amén".
Sería suficiente esta admirable plegaria para valorar exactamente la espiritualidad de un hombre totalmente entregado al Señor. Las líneas maestras de su vida interior quedan resumidas por él de forma esquemática como sigue: He aquí algunas palabras que nunca se presentan a mi espíritu sin que la luz, la paz, la libertad, la dulzura y el amor entren en él al mismo tiempo: sencillez, confianza, humildad, abandono completo, ninguna reserva, voluntad de Dios, mis Reglas... Creo firmemente y siento gran placer al creerlo, que Dios conduce a los que se abandonan a su dirección y que se cuida aun de sus cosas más pequeñas.
MENSAJE PARA HOY
San Claudio de la Colombière, a tres siglos ya cumplidos de su muerte, nos habla a todos. Su voz es una invitación a uno de los actos más esenciales de la vida cristiana: la confianza en el amor paternal de Dios manifestado en el Corazón de su Hijo encarnado. Nos repite como san Pablo: Porque sé a quien me he confiado, y estoy seguro de que puede guardar mi depósito para aquel día (2 Tim 1,12). Jamás como hoy ha necesitado más el hombre creer en la bondad infinita del Señor, en su misericordia sin límites para con sus criaturas. Cabe preguntarse si no será el alejamiento de Dios, por una absurda desconfianza e indiferencia, lo que afecta más dramáticamente al creyente contemporáneo. En el "Acto de confianza" ya mencionado hay unas palabras que nunca se ponderarán lo suficiente: "Que otros esperen la dicha de sus riquezas o de sus talentos. Que descansen otros en la inocencia de su vida, o en la aspereza de su penitencia, o en la multitud de sus buenas obras, o en el fervor de sus oraciones. En cuanto a mí, toda mi confianza se funda en mi misma confianza".
Si en la vida espiritual de tantos cristianos tuviera mayor presencia esta confianza filial inquebrantable, habría menos languidez, menos apatía y menos cansancio. Precisamente la devoción al Sagrado Corazón de Jesucristo, y la práctica bien entendida de la consagración produce como sabroso fruto, una certísima confianza en el amor paternal y providencia de Cristo. Y sucede esto como señalaba santa Margarita porque la consagración proviene del amor, se hace en el amor y por medio del amor. En los tres documentos más importantes emanados del magisterio auténtico de la Iglesia, totalmente dedicados al culto y devoción al Corazón de Jesucristo, como son la encíclica Haurietis Aquas de Pío XII (15-5-1956), la Annum Sacrum de León XIII (25-5-1899) y la Miserentissimus Redemptor de Pío XI (8-5-1928) se insiste en la consagración reparadora y en la confianza evangélica como elementos esenciales de la devoción al Corazón de Cristo, entendida como una profesión perfecta de vida cristiana, compendio de toda la religión y norma de vida más perfecta.
Juan Pablo II, en la encíclica Dives in misericordia, insiste en que Cristo ha venido para revelarnos a Dios Padre que es Amor. Cristo nos hace presente al Padre en cuanto amor y misericordia. Y añade el Papa: de manera particular Dios revela asimismo su misericordia, cuando invita al hombre a la "misericordia" hacia su Hijo, hacia el Crucificado.
San Claudio de la Colombière, asociado por voluntad divina a las revelaciones de Paray-le-Monial, que tanto contribuyeron al desarrollo histórico de la devoción al Corazón de Jesús como culto al amor del Verbo Encarnado, nos ofrece el perenne mensaje del Evangelio que no acertamos a descubrir porque no sabemos situarnos en el mismo centro de la revelación cristiana descrito así, en inigualable síntesis, por el evangelista san Juan: "Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu Enviado Jesucristo" (Jn 17,3). Vivir conscientemente la vida de gracia y el dogma de la inhabitación trinitaria es ya participar de algún modo en la vida eterna de la que nos habla Jesucristo.

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