29 de enero de 2011

Donde a Dios se le dice Alah......

UN MONASTERIO EN MEDIO DEL ISLAM
Historia de un jesuita romano y de un monasterio en ruinas que reflorece en tierra árabe, convirtiéndose en encrucijada de encuentros amigables entre cristianos y musulmanes, con una mirada realista y libre también a las luchas de poder mundano que agitan a Oriente Próximo

El sendero de piedra rosa que trepa por la garganta rocosa parece la cicatriz de una inmensa herida. Una especie de débil sutura cicatrizada zigzagueando para evitar barrancos y peligrosos riscos en la aspereza de una de las montañas del Jabal al-Qalamoun, entre Damasco y Aleppo.

Allí abajo, el desierto de donde sube el viento tibio de primavera se extiende hacia el Irak enloquecido por bombas y terror. En cambio, allá arriba, la luz rasante de la tarde hace aún más difícil de distinguir la escarpada silueta del monasterio de Mar Musa al Habashi, San Moisés el Abisinio. Los bastiones milenarios asomados a las rocas, donde una vieja torre romana velaba como un centinela contra el hostil limes persa, aún hoy sigue dando la impresión de ser una ciudadela inaccesible a los bandidos, de fortaleza izada sobre el precipicio por alguien que quería vivir a salvo de las tempestades de la historia.

Pero no hay más que subir la cuesta durante una media hora y llegar a la cumbre para darse cuenta de que se trata de algo muy diferente. La puerta del monasterio sigue siendo baja, para entrar hay que agachar la cabeza, pero por lo menos ahora está siempre abierta.

Aquí, precisamente en tiempos de Mahoma, llegó Moisés el Abisinio, hijo del rey de Etiopía, que escapaba de su destino dinástico por su deseo de hacerse monje. Se había instalado en una de las cuevas de la montaña para dar gracias a Dios con una vida de oración. Luego, mientras a su alrededor se extendían los siglos de la civilización islámica, sobre la montaña de Mar Musa la vida cristiana había seguido floreciendo en un monasterio de rito sirio, encajado en una colmena de cavernas habitadas por los monjes como celdas de una laura cenobítica.

El declive había comenzado sólo en el siglo XVIII. El último monje se había ido ya en 1830 cuando el monasterio pasó a ser propiedad de la Iglesia sirio-católica. Desde aquel entonces todo parecía encaminarse hacia el desastre. El viento y la nieve, los vándalos y la lluvia estaban desmigajando la roca monástica arrastrando hasta el valle fragmentos de frescos milenarios y pilas bautismales junto con detritos de las dolomías. Cada año, el 27 de agosto, vigilia de la fiesta de San Moisés el etíope, solo los cristianos de la cercana Nebek se acordaban de subir a la ciudadela en ruinas para repetir las oraciones de nostalgia entre los restos desolados del monasterio. Hasta que por aquellos lugares pasó Paolo Dall’Oglio, jesuita romano, hijo algo locuelo de san Ignacio. Y también, en algo al menos, de san Francisco.

UN NUEVO COMIENZO

Contando la historia del padre Paolo se puede caer en el cliché del idealista empecinado por su ego hinchado. Hijo de uno de los líderes democristianos de los primeros tiempos («cuando volvían en tren de las grandes manifestaciones, De Gasperi una vez se durmió sobre el hombro de mi padre Cesare, que a finales de los cuarenta dirigía los grupos juveniles»), cuartogénito de ocho hermanos, casa burguesa en el barrio Salario de Roma. Y luego la militancia de izquierdas, de cristiano “por el socialismo”, el voluntarismo del chaval acomodado ejercido en los arrabales romanos, el scoutismo, el servicio militar en los alpinos («queríamos ocupar el cuartel, esperábamos de un momento al otro el golpe de los americanos…»). Hasta el sorprendente propósito de entrar en la Compañía de Jesús, que le asaltó en el 74 como respuesta desbordante a una vocación sentida en medio de los tantos deseos de vivir a lo grande. Una aventura que también por casos fortuitos –un viaje de Turquía a Jordania, o el encuentro con el islamólogo jesuita Arij Roest Crollius– queda inmediatamente marcada por la fascinación por el mundo musulmán, por esa multitud «que en cada país se arrodilla en el mismo gesto, y reza susurrando en la misma lengua sus palabras de sumisión al único Dios».

A Pedro Arrupe ya en febrero del 75 el novicio romano le confiesa con petulancia su deseo de «ofrecer la vida por la salvación de los musulmanes». El general jesuita, mirándolo de arriba abajo sarcásticamente, le respondió que «es una misión difícil, pero que si es la voluntad del Señor, todo se andará». Ocho meses después Paolo está ya en Beirut estudiando árabe como un condenado. El holandés Peter-Hans Kolvenbach, entonces al frente de la provincia jesuita de Oriente Medio, le aloja en la residencia de la Compañía a pocos metros de la línea verde que separa los frentes de la guerra civil en la martirizada capital libanesa. Y luego los estudios islámicos en Damasco y en la Oriental de Nápoles, y la intuitiva y afortunada decisión de asentarse en una Iglesia local de Oriente, «de las que habían sobrevivido a la profecía coránica y durante siglos habían cohabitado con ella».

Elige el rito de la Iglesia siria, «apostólica, semítica, popular, una pobre Iglesia de cristianos al borde del desierto, que nunca ha sido imperial», y cuya liturgia, «sin pasar por la lengua griega ha elegido el árabe, la lengua sagrada del islam, conservando himnos y oraciones en la lengua siria (o aramea) hablada por Jesús». En el verano de 1982, en busca de un lugar aislado donde retirarse para sus ejercicios espirituales, las indicaciones de una vieja guía de Siria publicada en el 38 le llevan a las ruinas del monasterio de Mar Musa, abandonado desde hacía dos siglos. Entra en la iglesia, sin techo, su linterna escruta los frescos del siglo XI milagrosamente conservados: rostros de santos y santas pintados en las naves e incluso bajo los arcos, y, en la pared del fondo, un Juicio Universal con el Paraíso poblado de profetas, evangelistas, santos y monjes, y el Infierno también lleno de clérigos y obispos. Al principio piensa solo que valdría la pena restaurar aquel lugar, quizá implicando en el tema a algún amigo monje en Roma –los benedictinos, o quizá los trapenses–.

Pero luego, precisamente en aquellos días, pasan por allí algunos cazadores musulmanes. Se quedan sorprendidos de hallar a alguien en aquel lugar. Cenan con él, leen juntos el Corán, antes de irse le dejan toda la comida que llevan consigo, como para hacerle una limosna a un monje. Y el 27 de agosto la misma sorpresa la viven los cristianos de rito sirio que como cada año por aquella fecha suben desde Nebek. Rezan dentro de la iglesia sin techo junto al abuna Paolo, que dentro de su corazón ha decidido ya: aquel es el lugar para vivir toda la vida.

Como buen jesuita, se embarca en su empresa no programada tanteando sin ningún pudor todos los caminos posibles: palacios vaticanos, gobierno sirio, Ministerio de Exteriores italiano, Comunidad Europea, agencias de voluntariado internacional, escuelas arqueológicas de restauración. Afronta con su carácter volcánico todo tipo de obstáculos, como la más que comprensible y prudente desconfianza de algunos lugareños, tanto cristianos como musulmanes. Incluso los lazos con la Compañía de Jesús conocen durante algunos años la “suspensión” antes de que las cosas se aclaren.

A partir del 91, Mar Musa vuelve a ser la sede de una pequeña comunidad monacal, con una rama masculina y femenina, reunida alrededor de las tres «prioridades»: oración (con las liturgias cotidianas en árabe según el rito sirio), trabajo manual (aceitunas, cabras, carne y queso, frescos que restaurar, trabajos en la cocina, la biblioteca) y hospitalidad, «que en el mundo semita, árabe y de origen nómada», subraya Paolo, «es la virtud más alta». Bien mirado, nada original. Ora et labora. Si no fuera porque está en el centro del islam, y que los huéspedes a quienes Paolo les abre las puertas del monasterio son sobre todo los hijos y las hijas de la Umma islámica. Esos que cada día le repiten por lo menos cinco veces a Alá grande y misericordioso que se ponen en manos de la misericordia divina, sin lo cual nadie puede encontrar el gusto de Dios.

HACERSE TODO A TODOS

Hasta allí suben muchas personas, sobre todo el viernes, su día de fiesta. Solos, en grupos, familias con niños. Entran en la iglesia quitándose los zapatos, se sientan en el suelo en las alfombras beduinas, a veces de cara a la pared blanca colocada en dirección de La Meca. Pero también tienen gestos devotos ante los rostros de la Virgen María, de Jesús y de Juan Bautista. Luego comen bajo la gran tienda que hace de refectorio, o en la falda de la montaña diseminada de cuevas para aprendices de ermitaños.

Sus visitas relajadas son también el reflejo más ordinario de la trama de encuentros y relaciones con el mundo islámico que los monjes de Deir Mar Musa han entablado en más de quince años. Si el gran jesuita Matteo Ricci asumió los ritos de la tradición confuciana en su misión de testimoniar a Jesús en el Imperio Celeste, tampoco al padre Paolo le parece escandaloso asimilar prácticas y costumbres compartidas por el ambiente musulmán circundante. Cuando sus amigos musulmanes ayunan en Ramadán, también él se une a su práctica de penitencia. «No es por imitación», dice, «sino por simpatía en Cristo».

Los jóvenes cristianos del lugar le han contado a menudo que han ayunado junto a los amigos musulmanes durante el servicio militar o cuando estaban fuera de casa por trabajo. A quienes lo acusan de crear escándalo y confusión les responde que él no se ha inventado nada. Que aquí «las poblaciones cristianas árabes han custodiado durante siglos la percepción de ser una comunidad de destino única con la mayoría musulmana. Y que son testigos de Cristo para los musulmanes, mucho más que frente a los musulmanes, más con la vida que con las palabras». Una proximidad que ha diseminado sus huellas no solo en las vivencias cotidianas, sino también en los gestos más comunes de la vida de fe. De este modo, también en los santuarios más antiguos de la cristiandad siria, como el mariano de Saydnaya, o el de Santa Tecla, en Maalula, se entra descalzo y se reza arrodillado sobre las alfombras, como en cualquier mezquita.

Y precisamente en Deir Mar Musa, las restauraciones que han salvado los frescos del siglo XI han sacado a la luz también numerosas inscripciones árabo-cristianas llenas de expresiones y palabras cordialmente tomadas del léxico devocional musulmán, a partir del incipit coránico «en el nombre de Dios clemente y misericordioso». Una mezcla inevitable, visto que las Iglesias de aquí han adoptado como lengua litúrgica la misma del Corán, la que todo el islam utiliza como lengua sagrada. «Y que, mira tú por donde», subraya Dall’Oglio, «es también la última citada entre las lenguas habladas en las que por milagro se oyó el anuncio de los apóstoles, el día de Pentecostés».

Las voces sobre las efusiones de simpatía filoislámica practicadas en Deir Mar Musa llegaron también al Vaticano. Cuando el monasterio pidió la aprobación de su regla, los textos y las informaciones sobre la comunidad monacal fueron sometidos al examen atento de las Congregaciones romanas, que duró de 2002 a 2006. Tras exámenes escrupulosos y algunos retoques a los textos, llegó el nihil obstat que abre el camino a la aprobación canónica por parte de la diócesis sirio-católica de Homs, que posee jurisdicción sobre el monasterio. Abuna Paolo y sus compañeros saben bien que no lo habrían conseguido si quienes hubieran dado su parecer hubiera sido el grupo de opinión leaders que desde hace años esparcen por todos los medios de comunicación occidentales alarmas sobre la agresión islamista contra la civilización cristiana, describiendo a los islámicos como mil millones de potenciales cortadores de cabezas. Si fuera por ellos, también los pocos monjes de Dei Mar Musa deberían terminar ex officio en la lista de los desertores, culpables de comerciar con el enemigo.

El hecho es que, mirándola desde esta altura del desierto sirio, toda la incandescente cuestión de las relaciones entre el mundo islámico y el mundo cristiano parece muy otra cosa, y sugiere valoraciones por lo menos originales. Escuchando a abuna Paolo, el mundo islámico representa a veces más bien un providencial y paradójico aliado incluso geopolítico de la aventura cristiana en el mundo. Los miles de millones de musulmanes que cada día, según las palabras del Concilio, «rinden culto a Dios, sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno», son para el hiperbólico jesuita «la masa de contención de toda sedicente y hegemónica “cruzada” en sus distintas formas, incluidas las “laicas” de la modernidad secularizada y globalizada».

Mientras que el terror islamismo que ensangrienta al mundo y degüella a tantas personas que llevan el nombre de Jesús «no habría estallado sin el inmenso lodazal de complicidades occidentales que han preparado el terreno a las plantas venenosas». La misma fiebre identitaria que ha contagiado a tantos líderes cristianos, «este ansia de tener que demostrar continuamente la “superioridad” de su religión, en el fondo es síntoma de la angustia profunda del mundo cristiano, la sospecha de que Él, Cristo, no está realmente vivo, y por lo tanto es necesario apretar los dientes para “convencerse” de la verdad del cristianismo y de su superioridad moral mediante la victoria cultural y socioeconómica en las religiones».

LA PACIENCIA DE DIOS

En Damasco, uno de los tres alminares de la inmensa mezquita de los Omeyas es conocido como el alminar de Jesús. Según una tradición guardada por los musulmanes damascenos, precisamente en aquella torre aparecerá Jesús el día de su regreso para derrotar al Anticristo, para anunciar el final de los tiempos y separar a los buenos de los malvados. El Concilio Vaticano II dijo que la Iglesia honra y mira con estima a los musulmanes que «tratan de someterse con todo el corazón a los decretos de Dios», y «esperan el día del juicio, cuando Dios retribuirá a todos los hombres resucitados».

La actitud “mimética”, o mejor, incultural, de abuna Paolo y sus compañeros hacia la inmensidad islámica que les rodea no es solo una versión actualizada de los viejos “camuflajes” de los que se acusaba a los jesuitas, y ni siquiera una estrategia tica de supervivencia para minorías asediadas. Él advierte de que «el islam no es un fenómeno temporal ni efímero». La negación coránica de la divinidad de Cristo «es análoga al rechazo judío de aceptar el anuncio evangélico».

Y si san Pablo abrazó el rechazo de los israelitas en la perspectiva del final de los tiempos, cuando «todo Israel será salvado» (Rm 11, 26), abuna Paolo por analogía proyecta sobre los últimos tiempos también sus esperanzas «de unirnos por intercesión de la Virgen María ante Cristo juez misericordioso y rey de paz, al coro de los ángeles y los santos junto a los salvados de la Umma de Mahoma». Mientras tanto, que además es el tiempo de la Iglesia, el cordial “estar” en medio del islam de los discípulos del Nazareno, como ya lo vivieron san Francisco, Charles de Foucauld y durante siglos las milenarias Iglesias minoritarias de Oriente, le parece que sigue siendo el único camino eficaz y sencillo de «mostrar el amor de Jesús por los hijos de Ismael». Y colocar la única esperanza en su acción que también hoy puede tocar los corazones y humedecer los ojos de quien quiere. «Yo mismo ya me habría convertido al islam hace mucho tiempo», dice de sí mismo abuna Paolo, «si no hubiera saboreado en mi vida la ternura de Jesús de Nazaret, el Hijo del Altísimo».

Por Gianni Valente

Fotos de Massimo Quattrucci

Fuente: 30 DIAS

2 comentarios :

Joan Josep dijo...

Muy interesante. Esas personas son las que hacen que no perdamos la fe en el hombre y que otro mundo es posible. un abrazo: Joan Josep

Hno. Claudio dijo...

Hno: gracias por los comentarios y el seguimiento a esta página de pensamientos mios y de otros y otras tirados al viento.
Este testimonio como bien tu lo dices nos da fuerza y esperanza para seguir caminando en esta camino de un mundo nuevo y mas cercano a las bienaventuranzas, y por ser en el mundo del islam, me da mucha pero mucha fe.
Mi pobre oración por tí y tu gente y nuevamenete gracias.