MENDICIDAD - RADICALIDAD
En la insuprimible y profunda sed de Él, la dimensión más auténtica de nuestro sacerdocio es la mendicidad: la petición sencilla y continua; se aprende en la oración silenciosa, que siempre ha caracterizado la vida de los santos; hay que pedirla con insistencia.
Esta conciencia de la relación con él se ve sometida diariamente a la purificación de la prueba. Cada día caemos de nuevo en la cuenta de que este drama también nos afecta a nosotros, ministros que actuamos in persona Christi capitis.
No podemos vivir un solo instante en su presencia sin el dulce anhelo de reconocerlo, conocerlo y adherirnos más a él. No cedamos a la tentación de mirar nuestro ser sacerdotes como una carga inevitable e indelegable, ya asumida, que se puede cumplir "mecánicamente", tal vez con un programa pastoral articulado y coherente.
El sacerdocio es la vocación, el camino, el modo a través del cual Cristo nos salva, con el que nos ha llamado, y nos sigue llamando ahora, a vivir con él.
La única medida adecuada, ante nuestra santa vocación, es la radicalidad. Esta entrega total, con plena conciencia de nuestra infidelidad, sólo puede llevarse a cabo como una decisión renovada y orante que luego Cristo realiza día tras día.
Incluso el don del celibato sacerdotal se ha de acoger y vivir en esta dimensión de radicalidad y de plena configuración con Cristo. Cualquier otra postura, con respecto a la realidad de la relación con él, corre el peligro de ser ideológica.
Incluso la cantidad de trabajo, a veces enorme, que las actuales condiciones del ministerio nos exigen llevar a cabo, lejos de desalentarnos, debe impulsarnos a cuidar con mayor atención aún nuestra identidad sacerdotal, la cual tiene una raíz ciertamente divina. En este sentido, con una lógica opuesta a la del mundo, precisamente las condiciones peculiares del ministerio nos deben impulsar a "elevar el tono" de nuestra vida espiritual, testimoniando con mayor convicción y eficacia nuestra pertenencia exclusiva al Señor.
Él, que nos ha amado primero, nos ha educado para la entrega total. "Salí al encuentro de quien me buscaba.
Dije: "Heme aquí" a quien invocaba mi nombre". El lugar de la totalidad por excelencia es la Eucaristía, pues "en la Eucaristía Jesús no da "algo", sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino" (Sacramentum caritatis, 7).
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