21 de febrero de 2009

Palabra de Jesús, Palabra de vida

Domingo de la 7ª semana de Tiempo Ordinario.

En Cristo, dice Pablo en la segunda lectura, todas las promesas han recibido un “sí”. Algo muy diferente de lo que nos tiene acostumbrada la estulticia humana. La fuerza se nos va por la boca y se nos olvida que las palabras sólo se hacen auténticas, se llenan de valor y verdad, cuando van acompañadas de los hechos. Y esto es aplicable a todos los ámbitos de la relación humana: desde la amistad hasta los niveles de más alta política internacional.

¡Cuántas promesas de fidelidad “para siempre” se van quedando rotas por el camino en los matrimonios de nuestros días! Pero también cuántas promesas de los políticos que cada cuatro años se presentan puntualmente a las elecciones y nos poden fervorosamente el voto se quedan olvidadas. Lo que fue titular un día se convierte con el tiempo en pura nada perdida en la memoria.

En una revista leí hace tiempo que en un país había habido una carretera a la que por cuatro veces, con gobiernos y en años diferentes, se había acercado los políticos de turno a inaugurar solemnemente el comienzo de las obras. Unas obras que nunca habían comenzado realmente. Y allí seguía la carretera no sólo sin hacer sino convertida en prueba y verificación del valor de la palabra de aquellos políticos.

En Cristo, la palabra se hace vida
Pero en Cristo la palabra se hace realidad, vida tangible y palpable. El relato de hoy nos hace pensar en una característica del mundo judío de los tiempos de Jesús. Se pensaba entonces que la enfermedad tenía una relación inmediata con el pecado de la persona. Como causa y efecto. Si la persona estaba enferma era la natural consecuencia de su pecado.

Así es más fácil entender la forma de actuar de Jesús. Primero perdona los pecados al paralítico. Pero ante la oposición de los que ponen en duda su capacidad para hacerlo, cura también al paralítico. Su palabra se hace vida, tienen consecuencias reales. No se queda en un mero “flatus vocis”, en un sonido sin consecuencias. Jesús perdona los pecados y, al hacerlo, abre un nuevo futuro para la persona. Puede tomar su camilla y echarse a andar.

Hay que suponer que los escribas que ponen en duda la capacidad de Jesús para perdonar los pecados están incluidos en el “todos” del final del relato evangélico que “se quedaron atónitos y daban gloria a Dios”. Su sorpresa consiste en descubrir que la palabra de Jesús es viva y eficaz, que perdona los pecados y cura la enfermedad, que la persona puede volver a andar por sí misma.

La Palabra de Jesús nos empuja a la vida
Jesús ha abierto un futuro nuevo a esa persona. El que estaba acostado y eran otros los que le llevaban y traían, ahora es capaz de tomar la camilla y decidir por sí mismo su propio rumbo. ¡Realmente Jesús ha realizado algo nuevo! En Jesús comienza esa nueva vida que se anuncia en la primera lectura. Esa nueva vida se hace posible porque Dios borra nuestros crímenes y se olvida de nuestros pecados, porque Dios abre caminos en el desierto y ríos en el yermo.

Ser positivos y optimistas, personas de esperanza, forma parte del bagaje personal de todo creyente. Los discípulos de Jesús somos gentes del “sí”, afirmamos la vida, levantamos a los caídos y los invitamos a tomar sus camillas y echarse a andar. Porque creemos en un Dios que nos reconcilia, que sana nuestras heridas internas y nos llama a tomar nuestros propios caminos.

Donde nosotros, con nuestra miopía, no vemos más que un desierto, Dios abre caminos para construir la fraternidad, para modelar unas relaciones humanas más justas y más fraternas. Pero ése ya es trabajo y responsabilidad nuestra. Es cuestión de abrir los ojos y los oídos y acoger su Palabra de Vida. Y hacer que nuestra palabra sea también palabra de vida y esperanza para los que nos rodean.

Fernando Torres Pérez

fernandotorresperez@earthlink.net

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