1 de febrero de 2009

MONJE, dinos quién eres

Desde los primeros años del cristianismo siempre hubo discípulos de Jesucristo que, apartados de pueblos y ciudades, se reunían en grupos para escuchar mejor la Palabra de Dios y vivirla más plenamente.
En el siglo VI San Benito redactó una norma de vida para tales comunidades, su famosa Regla, que, debido a su mesura y discreción, con el tiempo llegó a aglutinar en el Occidente cristiano a todas las demás reglas monásticas existentes.

Su actualidad tras sus largos XV siglos de existencia se debe no tanto a lo que ella aporta en sentido de originalidad, cosa que no pretende, sino por el contrario a ser un texto portador del Evangelio, una interpretación sabia y práctica, para un grupo específico de cristianos que son los monjes. Ella continúa siendo hoy la base del monacato cristiano occidental y el pilar fundamental del monacato benedictino.

Por su parte, la vida cisterciense de nuestros tiempos es fruto, a su vez, del movimiento reformador del monacato benedictino que tuvo su apogeo en el siglo XII y cuyo fruto más cumplido fué la fundación de la Abadía de Císter, en la Borgoña francesa, el 21 de Marzo de 1098.

Un joven monje preguntó a otro más anciano "qué era un monje".
Este le respondió: "Monje es aquel que cada mañana se pregunta: ’y ¿qué es un monje?’.
Esta respuesta deja entrever un aspecto del monacato que no nos debe extrañar y hemos de aceptar con paz: el monacato, en su entraña, no deja de ser un misterio.

Pablo VI encontraba, muy acertadamente, la razón de este misterio en que la vida monástica se acerca tanto a la transcendencia de Dios que participa de su mismo misterio .

Sin embargo este misterio no es total: la vida monástica es también susceptible de reflexión y de una cierta explicación.
La existencia de dicho "misterio" hace más comprensible pero no explica, el hecho de que, no obstante a ser una presencia perenne en la Iglesia, la figura del monje no deja de estar rodeada de un cierto desconocimiento.

Y es que a éste contribuyen otras causas: llamados por Dios a una vida de servicio oculto que, en categorías existenciales, se expresa más como ser que como hacer, los monjes permanecemos como una porción del Pueblo de Dios que no llama especialmente la atención, sobre todo en una sociedad que basa su estrategia en distraer continuamente al hombre de su interior, de hacerlo superficial para consigo y acrítico para con ella misma, que trata, en definitiva, de alienarlo.

El monacato, por el contrario, representa ya desde sus orígenes una reacción cristiana firme, aunque pacífica, hacia este estado de cosas que Jesús mismo llama "mundo" cuando advertía a sus discípulos que, por más que permanezcan en él sin embargo no le pertenecen.

Es de este mundo como "estructura de pecado" que se opone firmemente a Dios del que el monje, por usar una expresión tradicional, aunque no plenalmente exacta, huye; y huye no porque le tema sino porque lo desenmascara y lo conoce en toda su verdad o, por mejor decir, en toda su "falsedad".

El monje denuncia y rechaza, pues, al mundo en lo que tiene de enemigo de Dios (con tal realidad no puede haber ningún tipo de pacto), mas no abandona jamás a los hombres; muy al contrario, tratando de servirlos desde una vocación y misión especiales, él sabe que mediante su ministerio de adoración y alabanza, con él penetran en las entrañas de Cristo todos sus hermanos; recogido en las fuentes divinas en las que tienen origen las fuerzas que impulsan al mundo hacia adelante, trata de ganarlo para Dios ayudándolo en su misma entraña, aquella que, sensible todavía a la acción de Dios, es y permanece esencialmente buena, mereciéndo que Jesús mismo la hiciera objeto privilegiado del amor del Padre. "Tanto amó Dios al mundo..."

Es esta una breve aproximación teológica al hábitat espiritual e incluso "físico" del monje, nota esencial de nuestra vocación. Pero hay que añadir aquí que esta experiencia espiritual no es ni debe ser patrimonio único del monje.
Todo cristiano está llamado, en virtud de su misma consagración bautismal, a vivir en mayor o menor medida este adentrarse en el el propio desierto espiritual, pues "en efecto, el alma recibe frecuentemente la inspiración más alta en el desierto.

Es allí donde Dios plasmó a su pueblo, es allí donde lo reunió despues de su falta para ’seducirlo y hablarle al corazón’ (Os 2,16).

Es allí también donde nuestro Señor Jesucristo, desplegó toda su potencia y se preparó para su Pascua.

Y el pueblo de Dios, ¿no debe acaso renacer y renovarse en cada generación a partir de una experiencia análoga?.

El contemplativo, que se ha retirado por vocación al desierto espiritual, tiene la impresión de haberse establecido en las fuentes mismas de la Iglesia; su experiencia no le resulta esotérica, sino, al contrario, típica de toda experiencia cristiana".

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