15 de febrero de 2009

Identidad Monástica

Si hubiera que darle un nombre a lo monástico entendido como un ingrediente o un matiz de la identidad humana, yo lo llamaría ritmo. El monje, que todo ser humano ES, aspira a que su vida tenga el ritmo de Dios. La Verdad hecha carne no puede ser otra cosa que ritmo.

El Diccionario de la Lengua Española da cuatro definiciones de ritmo:

1. Orden al que se sujeta la sucesión de los sonidos en la música.

2. Ordenación armoniosa y regular, basada en los acentos y el número de sílabas, que puede establecerse en el lenguaje.

3. Orden acompasado en la sucesión o acaecimiento de las cosas.

4. Velocidad a que se desarrolla algo.


Todo aquello que «no es verdad» no es otra cosa que una distorsión del ritmo. Pero esto no quiere decir que exista un ritmo ideal e inamovible al cual todo lo que suceda deba sujetarse mecánica o moralistamente. Afirmar que Dios es ritmo es sólo una forma de afirmar que Dios es silencio porque la interpretación simultanea de todos los ritmos posibles (es decir, lo que hace Dios: música) va más allá de cualquier posibilidad humana de percepción, nos desborda por completo. Y frente al silencio no nos queda otra que obedecer aquello que se nos revela. Una de las revelaciones del orden al que se sujeta la sucesión de los sonidos de la música divina es Jesús de Nazaret: una ordenación armoniosa y regular, basada en los acentos… que puede establecerse en el lenguaje. Obedecer lo que se nos revela en Jesús de Nazaret es darle a nuestra vida un orden acompasado en la sucesión o acaecimiento de las cosas: imprimirle la velocidad pertinente (verdadera) a nuestro propio desarrollo. La verdad no es una imposición desde afuera, es la revelación de lo que sucede adentro, una manifestación, una epifanía, una interpretación musical de identidad.


«En ese momento se acercaron algunos fariseos que le dijeron: "Aléjate de aquí, porque Herodes quiere matarte". El les respondió: "Vayan a decir a ese zorro: hoy y mañana expulso a los demonios y realizo curaciones, y al tercer día habré terminado. Pero debo seguir mi camino hoy, mañana y pasado, porque no puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste! Por eso, a ustedes la casa les quedará vacía. Les aseguro que ya no me verán más, hasta que llegue el día en que digan: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».

(Lucas 13,31-35)

Ante el avance de la muerte que lo quiere copar, los colmillos del zorro, el monje Jesús de Nazaret afirma su propio ritmo: hoy y mañana expulso a los demonios y realizo curaciones, y al tercer día habré terminado. Pero debo seguir mi camino hoy, mañana y pasado, porque no puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén. Con su ritmo, que es su manera de hacer vida, lo que defiende es el lugar en que «debe» morir: Jerusalén, precisamente aquel que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados. Y debe morir allí para ser eficaz, para que su fracaso humano, su imposibilidad de reunir bajo sus alas a los pollitos, haga que la casa les quede vacía, es decir, desencadene un ritmo que anticipe ese día (que vendrá después pero que ya sucede) en que digan: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Quien sabe vivir al ritmo que le permite morir en el lugar en que «debe» morir, aunque experimente la frustración y el vacío cosecha bendiciones. Es lo que nos envía a que vayamos a decirle al zorro, nuestro propio camino hacia Jerusalén. Un anuncio musical.

El monje, mediante su fidelidad al ritmo que le revela Jesús de Nazaret, siendo dócil al orden al que se sujeta la sucesión de los sonidos en la música que se le da, escoge todos los acentos, interpreta todas las posibilidades musicales: hace silencio, es eco de Dios.


El desarrollo inarmónico y desacompasado de lo humano genera ritmos aparentes. Es una manera de afirmar que en realidad niega.

«Disparos sobre una idea», como dice Benjamín Constant del ingenio. Efectivamente, el ingenio mata la idea, el problema, la pregunta. Es la costumbre más nefasta que se pueda adquirir. Hay un automatismo del ingenio del que hay que huir como de la peste y del que es necesario curarse si uno llega a contraerlo. El ingenio es una debilidad, sobre todo cuando es premeditado, quiero decir, explotado. (A. Artaud).

El ingenio que no está en sintonía con el modo de hacer de Dios no genera música sino ruido, interferencia, es la costumbre más nefasta que se pueda adquirir.

Ese automatismo del ingenio que es el sustento dinámico del tumor que hoy se llama «civilización» es la enfermedad de la que el monje intenta curarse. Sabe que en el orden del espíritu, cualquier producción hecha sin necesidad es un pecado contra el espíritu (A. Artaud), por eso se impone un ritmo dentro del cual todo lo que hace responde exclusivamente a una necesidad espiritual. No cede ante su propia debilidad explotándose a si mismo en el sentido del tumor, se niega a ser cómplice. La única premeditación que acepta es la de la revelación que se le hace. Vive sólo el afán de cada día porque sabe que el resto es añadidura. Es así como su ser genera el vacío que preña la realidad con la espera de la bendición. Así reúne a los hijos de Jerusalén como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos.

El monje opta por ser bendición, es el motivo de su obediencia. Su ser es un vacío disponible dentro del cual Dios vuelve a tejer una sucesión armónica que tiene consecuencias «inesperadas» sobre la realidad. Es así como construye, negándose a matar la idea, el problema, la pregunta. Por eso R. Panikkar puede afirmar que Quizá los nuevos monasterios deberían ser centros donde se estudie y se cultive la verdadera “construcción” del mundo… realizando… un estudio contemplativo o una aproximación profunda a los problemas, de modo que no se consideren como simples cuestiones técnicas o como simples datos informativos, científicos o logísticos. Los dilemas globales de hoy no están sujetos a soluciones inmediatas o técnicas. El silencio del monje no es huida ni claudicación, es un estudio contemplativo, una aproximación profunda a los problemas, una forma de buscar soluciones sin considerar los dilemas globales de hoy como simples cuestiones técnicas o simples datos informativos, científicos o logísticos.

Y continúa Panikkar: aquí me siento impulsado a hacer una propuesta concreta… Va en contra de mi estilo, porque la historia demuestra que las cuestiones de este calibre no pueden ser resueltas organizando comisiones, sino más bien con el esfuerzo y la experiencia de unas pocas almas valientes. Quisiera transmitir la urgencia de construir una comisión o un grupo, o un simposio sobre la formación monástica en nuestro mundo contemporáneo. Esto podría quizá crear la atmósfera propicia para que se produzca un cambio más existencial. El tiempo no puede estar ya más maduro.

Más que la formación monástica en nuestro mundo contemporáneo, habría que decir la formación monástica del mundo contemporáneo.

El esfuerzo y la experiencia de esas pocas almas valientes ya está convocando a ese simposio sobre la formación monástica en (de) nuestro mundo contemporáneo. La madurez del tiempo así lo impone. Se nos ha encomendado la responsabilidad de crear la atmósfera propicia para que se produzca un cambio más existencial, somos los anfitriones.

… en estos principios entiendo está todo el bien para lo de adelante; porque como hallan el camino, por él se van las de después.

Santa Teresa de Jesús

Desde un punto de vista objetivo, vivimos un tiempo y unas circunstancias en las que apenas si alcanzaremos a ocuparnos de (nuevamente) principiar. No somos gente que vaya a ver lo de adelante. El camino que seamos capaces de construir sólo lo notarán quienes vengan después. Es lo que una lectura mesurada y objetiva de los datos que se nos imponen nos dice que debemos esperar. Sin embargo, hacer camino, así sea uno que por ahora tenga mucho de invisible, implica tomar opciones concretas cada día, y en tiempos tan confusos es imposible predecir qué desarrollo y qué resonancia inmediata pueden tener esas opciones. Por ahí puede resultar que somos una generación destinada, en contra de todas sus evidencias, a ver el florecimiento de lo inesperado. Es objetivo, irónicamente objetivo, permanecer abiertos también a esa posibilidad.

Éste es el pentagrama sobre el cual La Fraternidad Monástica del Sagrado Corazón tiene que ir colgando las notas de su propio aporte, en comunión con el gran desplazamiento espiritual que vive la humanidad y siendo fieles a las opciones que definen su identidad y vocación particular y que le permitirán principiar como estamos llamados a hacerlo. Tenemos que ir generando una familia espiritual muy amplia, capaz de darle abrigo y alimento a una gran diversidad, pero capaz también de realizar fielmente todos los desplazamientos que ese principio -que no nos inventamos nosotros sino que nos es dado- nos señale como necesarios e innegociables. En la práctica significa ser blandos y rígidos al mismo tiempo.

Lo que se nos ha dado y de lo cual somos responsables, es una semilla. Nadie ha visto todavía cuál será la forma que tendrá esa planta, por eso, después de haber sembrado nos toca estar muy atentos a todo lo que brote del terreno porque no sabemos cuáles son los cuidados necesarios para llegar hasta el fruto. A medida que crece tenemos que ir aprendiendo con ella, pero anticipándonos el mínimo suficiente y tomando previsiones para que los cambios inevitables del clima no la aplasten antes de que tenga un tamaño y una fuerza interna que le permitan defenderse sola. Quizá sea un tipo de planta que germina fácilmente pero de la cual sólo están llamados a sobrevivir los brotes más fuertes, o puede ser lo contrario, un tipo de cultivo destinado a producir rápido e intensivamente. No podemos instalarnos en nuestros propios gustos y expectativas porque nos haríamos muy lentos para acoger las sorpresas y novedades que nos salgan al paso, pero tampoco podemos olvidar que es en nuestro Ser más profundo donde reside la respuesta que Dios espera de nosotros. No nos va a exigir lo que no somos, pero tampoco estamos seguros de saber lo que realmente somos.

Sin embargo, tal parece que sólo después de pasar (minuciosamente) por la muerte somos capaces de entender que la única salida es caminar juntos. Es lo que la historia nos señala. Sea como sea las cosas deben hacerse a «nuestra» manera. Todo medio para conseguir ese fin está justificado. Al otro lado piensan lo mismo y usan los mismos medios justificándolos con sus propios argumentos. Conclusión: uno de los dos debe morir. Pero como ninguno de los dos muere, el sufrimiento, la destrucción y la muerte se extienden a su antojo. No hay sino una manera eficaz de hacer opción por los pobres: haciendo opción por eso más grande que es lo único capaz de disolver la limitación humana: la misericordia. Eficacia en los términos más concretos socioeconómicos y políticos. Para que los pobres mejoren lo que ponen en su plato cada día lo que hace falta no es ser más luchadores sino más «grandes». Es el camino de Jesús de Nazaret. O todo y todos avanzamos, o nada y ninguno avanza. Es el gran dilema que, también como monjes, nos corresponde enfrentar hoy.

¿En qué consiste ser «grande»? En no distraerse. El problema son las distracciones. Si cada ser humano permaneciera en «su» lugar, si no cediera a la tentación de ocupar otros lugares que no le corresponden, reinarían el orden y la armonía.

Cesaría la muerte. Nuestro paso obligado por la muerte es el camino hacia la toma de posesión de nuestro lugar. Cada uno de nosotros va a morir todas las veces que le hagan falta hasta cumplir ese objetivo. En eso consiste vivir. Lo único que existe es la vida, la muerte no es más que un síntoma de desorden.

Cuando Jesús decide callarse y no toma el camino de la lucha, de la resistencia, lo que hace es permanecer en su lugar. Las consecuencias que los otros le obligan a cargar por ello, la cruz, son el resultado de su ignorancia: no saben lo que hacen. El que se deja manipular por la ignorancia de los demás, se distrae, parece que reacciona, que lucha, podría tener argumentos para defenderse, pero en realidad lo que hace es ceder al desorden, permitir que la muerte suceda y le suceda.

La medida de la fidelidad al propio lugar, es decir, la medida de la propia grandeza (de la propia santidad) es la que determina nuestra capacidad real de construir, de hacer vida. Ser «grandes» (ser santos) en un mundo habitado por seres que en su mayoría no saben lo que hacen, implica ser capaces de cargar con las consecuencias de un desencuentro permanente: cargar con la cruz. No es un asunto de coraje, es un asunto de lucidez espiritual, de fidelidad al propio lugar. Es así como vivimos nuestra ciudadanía espiritual en Jerusalén.

Estamos en un mundo que es menester pensar lo que pueden pensar de nosotros para que hagan efecto nuestras palabras.

Teresa de Jesús

¡Ay Teresa, qué cosas dices! Entonces hay que lograr que lo que puedan pensar de nosotros sea lo «necesario», según la situación y los interlocutores, para que hagan efecto nuestras palabras. He ahí la necesidad de que nuestro lenguaje espiritual tenga los acentos necesarios para que lo que anunciamos haga efecto. Quien convence es el Ser, y un Ser es una determinada acentuación. En el imperio de los disfraces, de las manipulaciones mediáticas, no nos queda otra que ser capaces de pasar, con nuestro ser, por encima de los ropajes del otro, para establecer comunicación con su ser, porque sólo a ese nivel se puede dar un verdadero diálogo.

Eso quiere decir que se puede dar perfectamente el caso de estar comunicándonos muy profundamente con otro que cree o piensa que no se está comunicando con nosotros, o incluso que somos sus enemigos. No sabemos en quién nuestras palabras harán efecto realmente, es decir, no serán sólo intercambio de ropajes, de apariencias, sino sacramento, comunión. Y muchos de quienes creen o piensan estarse comunicando porque usan entre ellos muchas palabras, pueden estar en realidad a años luz de encontrarse. Nunca se sabe con quien uno se está realmente comunicando porque las resonancias y sintonías que surgen entre los diferentes acentos, entre los diferentes seres, se nos escapan.

Por eso, cuando lo interpelan diciéndole: -Oye, tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren hablar contigo, Él contestó: ¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y señalando con la mano a sus discípulos, dijo: Aquí están mi madre y mis hermanos. Porque cualquiera que pone por obra el designio de mi Padre del cielo, ése es hermano mío y hermana y madre (Mat. 12, 47-50).

Es una corrección espiritual de formas. Hacer la voluntad de Dios es lo que nos permite la manifestación real de nuestro ser. Por eso sólo quienes hacen la voluntad de Dios son dueños de su ser y pueden establecer comunicación, aunque en el plano de las apariencias humanas no den señales de estarse comunicando. Es a ese nivel que se desarrollan nuestros verdaderos parentescos, que hacemos parte de una «familia». Por eso, a pesar de que en esa circunstancia concreta pareciera que la comunicación entre Jesús y su madre se cuestionara, incluso que se rompiera, nadie como ellos estaban en una más plena comunicación en el sentido de que ponían por obra, fielmente, el designio del Padre sobre cada uno. Son técnicas monásticas, contemplativas, de comunicación, que como anfitriones de ese simposio tenemos que saber utilizar.

¡Vamos a morir a Jerusalén!

Luis Fernando Torres

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