21 de diciembre de 2008

LA EXPERIENCIA DE DIOS

RAIMOND PANIKKAR

1. EL SILENCIO DE LA VIDA. EL A PRIORI DE LA EXPERIENCIA.

El carácter inmediato de lo urgente muchas veces nos impide atender, percibir y considerar lo importante. En el fondo se trata de la tensión entre la praxis y la teoría. Nos lanzamos a una falsa praxis si lo urgente es importante; lo urgente puede entonces esperar y no vale la pena. Nos enfrascamos en una falsa teoría si lo importante no es urgente; lo importante es entonces una mera abstracción. Yo definiría la prudencia como la conjugación armoniosa entre lo urgente (función del tiempo) y lo importante (función del peso). El arte de saber combinar la urgencia con la importancia es una de las condiciones de la sabiduría, una de las condiciones del bien vivir.

Si por un momento nos olvidáramos de que somos profesores, albañiles, ejecutivos, etc.; si nos olvidáramos de que somos cristianos -y hasta seres humanos-, propiciaríamos con ello la apertura a una conciencia de la Realidad de la cual podemos hacernos portavoces.. Para ello debemos despojarnos, desasirnos, de todo el conjunto de atributos que, si bien conforman nuestra personalidad al identificar aquello que nosotros somos exclusivamente con ellos, nos limitan y, a menudo, nos asfixian.

El silencio de la Vida no es la vida del silencio: la vida silenciosa de los monjes, la del yermo. La vida del silencio es importante y necesaria para cumplir con nuestros objetivos, para proyectar nuestras acciones, para el cultivo de nuestras relaciones, etc., pero no es el silencio de la Vida. El silencio de la Vida es aquel arte de saber silenciar las actividades de la vida que no son vida para llegar a la experiencia pura de la Vida.

Nosotros, con frecuencia, identificamos la vida con las actividades de la vida e identificamos nuestro ser con nuestros pensamientos, sentimientos, deseos, voluntad, con todo cuando hacemos y tenemos. Instrumentalizamos nuestra vida olvidando que es un fin en sí misma. Inmersos, atareados, en las actividades de la vida, perdemos la facultad de escuchar; sólo aprendemos o dialogamos. El habla es el Logos. La escucha es el Espíritu. Y nos enajenamos de nuestra misma fuente: el Silencio, el NoSer, Dios.

El silencio asoma en el momento en que estamos situados en la fuente misma del ser; la fuente del ser no es el ser, sino "la fuente" de ser -el ser ya está de este lado de la cortina-. Este locus previo, anterior, originante, es el silencio de la vida. Diciéndolo en términos cristianos: "Yo he venido para que tengan vida y vida abundante " (Jn 10,10). Entrar en el silencio no es una huida del mundo, una dicotomía entre lo esencial y lo relativo. Es descubrir que lo esencial sólo es esencial porque estoy hablando desde lo relativo; y lo relativo sólo es relativo porque descubro que existe una relación que me permite estar en silencio desde el punto de vista esencial.

No se trata de restarle importancia a las actividades de la vida. Sin comer, ciertamente, no se puede vivir; tampoco sin pensar, sin sentir, sin amar. Más arriba hablé del denominado Tercer Ojo, de este tercer órgano o facultad, que nos abre a una Realidad que transciende el conocimiento que podamos adquirir a través de la mente y los sentidos. Sin un silencio de los sentidos y de la mente esta facultad permanece atrofiada y entonces la vida -la experiencia de la vida, previa a su expresión en diferentes actividades: la vida en su profundidad-, se nos escapa; el vinculo con el mundo latente se nos esconde, la participación en la plenitud cósmica -junto con dioses y demonios- nos pasa inadvertida. Entonces nuestras vidas, privadas de su fuente, se tornan pobres, tristes, mediocres. Para adormecer, para vencer esta miseria, recurrimos a una multitud de cosas que la endulcoren, que la enriquezcan, que le den un sentido, una relevancia, una dignidad. Y nos identificamos con esta multitud de cosas. Y nos agotamos en esta actividad incesante. Y nos olvidamos que da mayor gloria a Dios la flor, el lirio (Mt 6,28), el pajarillo (Mt 6,26) que todos nuestros afanes, prisas y carreras.

2. FRAGMENTOS EN TORNO A LA EXPERIENCIA DE DIOS

Filosóficamente y teológicamente cualquier experiencia de Dios es idolatría. Hay algo blasfemo en toda teodicea y en toda apologética. Querer justificar a Dios, probarle, significa colocarnos nosotros como el fundamente mismo de Dios. Se trata, en última instancia, del primado del pensar sobre el ser, que caracteriza al pensamiento occidental desde Parménides.

La experiencia de Dios no puede ser monopolizada por ninguna religión, por ninguna cultura, por ningún sistema de pensamiento. La experiencia de Dios, en tanto que experiencia de lo divino, es una experiencia no sólo posible, sino también necesaria para que todo ser humano llegue a la conciencia de su propia identidad. El ser humano es plenamente ser humano si hace la experiencia de lo divino; si no, no llega todavía a integrarse en lo humano.

La experiencia de Dios no es experiencia de nada, ni siguiera experiencia de nadie. Tanto la tradición Cristiana -desde Dioinisio Aeropagita hasta Thomas Merton-, como la mayoría de las tradiciones religiosas de la humanidad, nos han venido diciendo que de Dios no se puede saber nada. "Bienaventurado aquel que ha llegado a la ignorancia infinita", dijo aquel gran genio del mundo cristiano que fue Evagrio Póntico. "Agnosía": ignorancia, desconocimiento total. En el Katha Upanishad II,3 se nos remite a la misma experiencia.

La experiencia de Dios es, si se quiere, experiencia de nada; no hay un objeto "Dios" que se experimente. Es experiencia de la nada, experiencia de no inefable, experiencia de lo inexperimentable. Es aquella experiencia en la que se experimenta que la propia experiencia no agota el fondo de ninguna realidad. Es la experiencia del vacío, de la ausencia; la experiencia por la cual uno se hace consciente de que hay "algo mas", no en el orden cuantitativo no en el sentido de un algo que se complete, sino en el orden cualitativo: algo, "algo más", precisamente aquello que permite, que hace posible la experiencia. El lugar. El locus.

La experiencia de Dios no es una experiencia especial, no es una experiencia especializada. Cuando queremos hacer la experiencia de Dios, cuando queremos hacer cualquier experiencia, inevitablemente la deformamos, inevitablemente se nos escapa. Sin los lazos que nos unen con toda la Realidad yo no puedo tener experiencia de Dios. Es en la experiencia del comer, del beber, del dormir, del amar, del trabajar, del estar con uno, de darle un buen consejo, de dar un mal paso, etc., donde hay experiencia de Dios. La experiencia de Dios -ya lo he dicho- no es experiencia de nada: es la pura experiencia, es precisamente la contingencia de estar con, de vivir con, porque yo no soy, no puedo ser un ser aislado.

La experiencia de Dios es la raíz máxima de toda experiencia. Es la experiencia en profundidad de todas y cada una de las experiencias humanas: del amigo, de la palabra, de la conversación. Es la experiencia concomitante a toda experiencia humana: Dolor, belleza, placer, bondad, angustia, frío... Concomitante a toda experiencia en tanto que nos descubre una dimensión de infinito, nofinito, noacabado. Concomitante a toda experiencia y, por tanto, no susceptible de ser completamente expresada, comunicada en cualquier idea, pensamiento, sentimiento o sensación que uno quisiera transmitir.

La experiencia de Dios en términos cristianos, coincide con la experiencia de la contingencia, cuya palabra misma -cum tangera- ya es sugerente; tocar la tangente. Es en el reconocimiento de los propios límites donde uno se torna consciente, donde se propicia la apertura, donde se percibe que hay algo "más", "más allá", algo que supera, que escapa de los propios límites, que trasciende toda limitación. Es tan sencilla, en el fondo, esta experiencia que cuando la queremos explicar, la complicamos, la deformamos.

Es al contacto con la contingencia donde se descubre, precisamente, lo Otro, la Nada, el Vacío, la Vacuidad. Para citar el Eclesiastes: "Todo es vanidad" (Qoh 1,2): vanidad, vanitas, vacio, vacuus. Para comprender que todo es vanidad hemos debido darnos cuenta previamente de que todo está vacío. Es en la experiencia de Dios donde este darnos cuenta se nos da. Esta experiencia, que no puede ser -lo hemos dicho- una experiencia especializada, requiere nuestro entero ser y nuestro ser entero:

- nuestro entero ser. inteligencia, voluntad, sentimientos, cuerpo, razón, querencia;

- nuestro ser entero: si no estamos integrados, si todavía nuestra experiencia va por un lado y nuestro cuerpo por otro, si los sentimientos nos inclinan hacia aquí y los deseos nos inclinan hacia allá nuestra experiencia de Dios estar tan deformada que apenas si podremos llamarla "experiencia de Dios".

El requisito indispensable para acoger la experiencia de Dios es que nuestro ser entero esté integrado, consagrado, abierto, dispuesto a reconocer el misterio divino. Si nuestro ser entero no ha sido integrado, cualquier experiencia que surja apareceré necesariamente, deformada. La experiencia china lo dice con una metáfora sencilla. "Cuando el gong est bien forjado, golpees donde golpees, pegues donde pegues, sonar siempre con un sonido armónico extraordinario". De la misma manera que el gong, cuando la persona está integrada, "bien forjada", reciba el golpe que reciba, transmitir siempre una vibración armónica.

Si yo no estoy unificado, no debería hablar de algo que, precisamente está en la cúspide de toda experiencia humana. De esto tendríamos que convencernos: todo discurso, toda teología, toda palabra de la que esta experiencia es tá ausente, no es más que palabrería, un mero repetir lo que nos han dicho, lo que hemos memorizado, lo que no sabemos.

La experiencia de Dios no es una experiencia del "yo". La experiencia de lo divino es la experiencia del ser mismo y no la experiencia del homo, de la inteligencia. En el fondo es la experiencia mística, la experiencia de la profundidad en la que descubro a Dios. No descubro tal cosa, seres distintos; descubro la dimensión de profundidad, de infinito, de libertad que hay en todo y en todos. Por eso una de las cosas que la experiencia de Dios confiere, casi automáticamente, es humildad; humildad por un lado y libertad total por otro.

Accedo a Dios si yo no me paro en mí mismo; es decir, si este mi yo profundo se trastoca, por decirlo así, en el Tú de Dios. Si no, puedo caer en un narcisismo espiritual espantoso. Por eso, la vida espiritual es peligrosa, ambivalente, constantemente ambigua. La experiencia me libera de todo miedo, incluido el miedo a la negación de mí mismo. "No vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gal 2,20)

Dios es aquello que rompe tu aislamiento respetando tu soledad. Rompe tu aislamiento, entra en ti, dentro, y, al mismo tiempo, respeta tu soledad, te permite ser tú; tú y no lo que dicen de ti unos cuantos papeles identificativos, o la máscara de hermano, de padre, de hijo, de amigo, de correligionario, la máscara de lo que sea. Es la "beata solitudo" donde soy verdaderamente yo, porque Dios no es el Ser que escudriña, sino lo que me permite ser yo mismo al máximo. De otra manera: cuando yo estoy verdaderamente solo encuentro a Dios no como objeto, sino como -diciendo con san Agustín- "intimor intimo meo", lo más íntimo mío, lo que me es más interior, lo que me abre entonces, precisamente, para encontrarlo y verlo en los demás.

Por eso los consejos tradicionales insisten en que sin retiro, sin solitudo, no soy yo mismo, no toco el fondo de mi mismo, y, en definitiva, no propicio el encuentro con Dios. No apegándome a las máscaras con las que frecuentemente nos definimos como un "yo" es como puedo dejar que Dios me encuentre.

Otras tradiciones religiosas han tematizado también esta relación entre la experiencia de Dios y la experiencia del yo. En el Vedante, por ejemplo, la experiencia de Dios es la experiencia del Yo a la que se llega preguntando "¿Quién soy yo?". Al intentar responder esta pregunta empiezo a descubrir que soy un misterio, que yo no soy mi cuerpo, que cambia y pasar ; no soy lo que yo pienso, ese pequeño ego psicológico siempre en transformación. Busco aquel Yo, sujeto último de todas las cosas, del cual no puedo decir nada sin dejar de ser sujeto y convertirme en predicado. Al buscar la experiencia del "Yo soy" (Jn 8,24;13.19) participo en la última y única experiencia del sujeto único de toda operación.

La experiencia de Dios es la experiencia que está tanto al final como al inicio de todo; es la experiencia que nos permite comenzar a vislumbrar lo que es. La respuesta a la pregunta por la Divinidad ser siempre "el más allá de todos los campos de la experiencia humana".

3. ACTITUD PASIVA: YIN

No es por nuestra voluntad de querer, de buscar, por la que nos abrimos a la experiencia de Dios. Dios no puede ser la contestación a ninguna pregunta. Lo convertiría en un ídolo, en un objeto, en un concepto, en una respuesta. Si Dios es algo superior a nosotros, la iniciativa debe partir de El; debe ser El mismo quien nos abra. Esto es probablemente lo que hace afirmar a Huang Po: "No busques la verdad. Tu propia búsqueda destruiría lo que buscas". Nos viene a decir que el yang (masculino), destruiría al yin (femenino), que Dios y el Mundo no son dos, sino una polaridad, que Dios no es objeto de investigación. La actitud frente a Dios, como saben todos los místicos, es más pasiva -¿debo decir femenina?-. La verdad es la que nos busca.

Precisamente una de las grandes dificultades que tenemos en Occidente es el patriarcado cultural, que también podríamos denominar "machismo", y que consiste en lo que yo llamaría la "epistemología del cazador"; esto es, salir con la escopeta del conocimiento, de la razón, a ver si doy alcance al objeto, a ver si lo aprenhendo. Es una epistemología masculina que, aplicada a Dios, constituye metodológicamente un error.

Para dejarse verdaderamente coger por la experiencia de lo divino hay que dejarse fecundar, sobrecoger. Esta experiencia de dejarse coger, conocer, de permitir que la experiencia tenga lugar en nosotros, no es exclusivamente cristiana. Toda experiencia, entendida en su sentido más profundo, es siempre pasiva; no es proyección, objetivación, no es ni siquiera el quererla. Puede suceder o puede no suceder; puede ser mediatizada o inmediata; puede ser un acto súbito que ocurre o puede ser un proceso, o un descalabro. No podemos reducirlo todo a nuestro sistema conceptual.

La experiencia de Dios sería una participación mía en la experiencia de Dios, a lo cual yo llamo "mi conciencia de El". Aceptar la experiencia de Dios de esta manera conlleva entender que el camino para llegar a ella no consiste en buscar, sino en hacerse el encontradizo. La iniciativa no depende de nosotros. Una breve historia china, de Huang Po, ilustra bien esto. Es el buscador de Dios que, buscando la experiencia de Dios, se va a un valle a hacer penitencia, meditación; va a prepararse, a purificarse. Pero no consigue nada, no encuentra nada. Entonces grita, chilla, pide. Y oye una voz que llega desde lo alto del monte. Y hasta lo alto del monte sube par escuchar aquella voz. Pero no encuentra ni escucha nada. Regresa al valle sintiéndose burlado, engañado, y grita y chilla de nuevo. Y de nuevo escucha la voz. Y de nuevo vuelve a subir, a no encontrar nada, sólo silencio. Y baja y sube, y sube y baja. Hasta que se queda callado; deja de pedir, deja de buscar. Entonces se da cuenta de que aquella voz que oía era su propio eco.

(Fragmento de: LA EXPERIENCIA DE DIOS. RAIMON PANIKKAR. EDITORIAL PPC. COLECCION GS -

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